I.
No me atemoriza
el dragón que me vigila.
Es más,
con el tiempo,
creo que me he ido acostumbrando
a su presencia.
Una vez, incluso,
intenté hablar con él
directamente,
pero él simplemente se volteó
y ejecutó un silencio
majestuoso.
En este sentido,
debo admitir
que soy indigno
del dragón que me vigila.
Tanto así,
que a veces,
me escondo de su vista,
para no ofenderlo.
Con todo,
creo que he aprendido
con el tiempo,
a interpretar sus movimientos,
y saber de esta forma
cuáles de mis acciones
le resultan agradables.
De esta forma,
he podido en parte
transformar la sensación de vergüenza
en un pequeño indicio de orgullo
cuando me siento visto.
Y es que un dragón me vigila,
me digo,
y pienso entonces que alguna importancia
debo tener
después de todo.
Y decido un día,
sin más,
indagar en ella.
II.
Disculpen mi soberbia,
pero he aprendido que soy fuerte.
Sé forjar espadas,
sé vivir sin ser amado
y hasta puedo a veces
dar más de mí
de lo que tengo.
Aún así,
hay tanta pequeñez
en lo que hago,
tanto error,
que el daño supera en ocasiones
mi propia fortaleza.
Cuando esto ocurre,
el dragón que me vigila
aúlla como un lobo
y se retuerce incluso
en mi propio corazón,
pues ese es el cielo
que atraviesa.
Y claro,
es entonces cuando el dragón
intenta convencerme,
silenciosamente,
para que me decida a vivir
con mi propio rostro,
y utilice mi fuerza
de la forma correcta.
III.
Soy Vian,
dragón compasivo.
Y este es el espacio
donde tengo mis dominios.
Un dragón me vigila,
sin embargo,
pues suelo olvidar
mi propia naturaleza.
¡Y es que todos olvidamos
nuestra propia naturaleza…!
Soy débil y fuerte
al mismo tiempo,
y puedo quemar acariciando
a quien se acerque.
Esa es mi naturaleza,
y ese es mi rostro.
No me atemoriza
el dragón que me vigila.
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