“Existe, pues, una verdad esencial que hay que liberar
del espectáculo de objetos que se quiera representar.
Es la única verdad que importa”.
Henri Matisse.
I.
No son libres los colores.
Quieren serlo, claro,
pero no lo son.
No es que los aten las formas,
sin embargo.
No es eso.
Y es que el problema, más bien,
es que son puros.
Así,
su misma pureza
termina condenándolos
a ser siempre lo que son.
Sin cambios.
Sin posibilidad alguna
de libertad
ni rebeldía.
Yo los reconozco.
Descansan en el mundo,
mientras las formas perecen.
Son ojos.
Han visto al hombre.
Han visto a Dios.
También lo han olvidado.
II.
Los colores son pequeños
y se clavan a sí mismos
a cada una de las cosas.
Juegan a moverse.
Se saludan.
Se sonríen al pasar.
Los cargamos sin fijarnos:
nada pesan.
Igual que la vida,
los cargamos.
Igual que el amor
que no nos pertenece.
Un día se deslizan.
Los colores se alejan
de los muertos.
III.
No son libres los colores.
No se mueven.
Juegan al movimiento,
y hasta a veces parecen
arrancarse de los márgenes.
Me gustaría pensar en Matisse,
pero pienso en Rothko.
Pobre Rothko.
Valiente Rothko.
Descubrió el secreto
y quiso arrancarse los colores
para saber quién era
realmente.
Pobre Rothko.
Se desgarra el hombre los colores
y ni así
logra acercarse a la pureza.
Y es que el problema del hombre,
más bien,
es que no sabe qué hacer
con su propia libertad.
La comprensión es tan brillante
-y dolorosa-,
que enceguece.
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