Lo que me regalaron esa vez fue un estetoscopio.
Uno de plástico, muy sencillo, que ni siquiera se podía ajustar muy bien.
Así y todo, recuerdo haberlo ocupado durante largo tiempo.
Entre mis cuatro y mis siete años, calculo.
No se lo decía a nadie, pero según yo, con él se podía escuchar el corazón de las cosas.
Suena más poético de lo que era, por cierto.
A lo que me refiero únicamente es que apoyaba el estetoscopio en las cosas y oía una especie de tic-tac.
Y no me refiero a apoyarlo sobre un reloj, por supuesto, sino a hacerlo contra sillas, mesas y otros objetos poco especiales.
Nunca se lo revelé a nadie salvo a una prima que una vez me visitó.
Ella era un poco mayor, y aunque jugó conmigo, no logró escuchar nada.
Así y todo yo la culpé a ella y seguí creyendo ciegamente en lo que oía.
No es que creyese que las cosas estaban realmente vivas, pero al menos creía que podían tener algo dormido dentro.
Y ese algo emitía, sin duda, una ligera pulsación.
Tiempo después llevé el estetoscopio al colegio para prestárselo a una chica que me gustaba.
Iba a ser, creía, una especie de secreto.
Sin embargo, cuando se lo fui a enseñar me sentí absurdo y comprendí que todo eran inventos míos.
No mentiras, ciertamente, pero en el mejor de los casos eran realidades fruto de mi imaginación.
Fue así como, esa misma tarde, guardé el estetoscopio en una caja en que dejaba los juguetes que ya no usaba.
Era una caja pequeña, sin duda.
Mi madre se la regaló poco después a unos vecinos que tenían menos dinero que nosotros.
Y el mundo se volvió más silencioso, desde entonces.
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