lunes, 28 de octubre de 2024

Alguien decía números.


El sueño era así: alguien decía números. Luego comprendí que ese alguien era Dios. No la voz de Dios, sino Dios mismo, digamos, que de cierta forma era también los números que se decían. No sé explicar bien cómo comprendí aquello, pero lo cierto es que lo hice. No ahora, digamos, pero sí en el sueño. Además, como el sueño era mío, comprendí también que los números te los decía a ti. Toda una serie de números. No una cifra, sino números. Sin sentido aparente entre ellos. Me refiero a que no era una secuencia ni una operación ni una cifra larga. Tampoco tenía una entonación especial. Quiero decir que no era don Francisco dando el cómputo final de la Teletón, o algo parecido. Eran números que debían decirse nada más. Porque existían de esa forma. Porque eran así como la respiración de Dios. O el sonido de ella, al menos. No es que contara. No es que fuese una orden. No es que revelase un misterio a través de ellos. Eran números sin relación aparente ninguna. Salvo ser dichos por Dios. Como los números de Pi, tal vez, que ingenuamente los tratamos como si fuesen realmente alguna cifra. Por eso, tal vez, aquello resultaba extraño. Porque todo ocurría como si hubiese perdido el sentido. Como si se leyesen números asociados a un valor monetario que ya ha sido devaluado. Totalmente devaluado. Y obsoleto. En este sentido, no sabías si estabas en un banco o en una iglesia. O si estabas, realmente, en un sueño.

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