miércoles, 23 de octubre de 2024

Monedas pequeñitas.


Monedas pequeñitas.

No sé cuántas exactamente, pero me tragué varias.

A escondidas, claro.

Debo haber tenido siete u ocho años.

El cuerpo puede comer cualquier cosa, debí pensar entonces.

O probablemente ni siquiera pensara.

De todas foras lo hice, que es lo que cuenta.

Eran monedas de un peso, muy pequeñas, creo que de aluminio.

Recuerdo, entre otras cosas, que eran muy livianas.

No me pregunten, eso sí, para qué lo hacía.

Simplemente me las llevaba a la boca y luego las tragaba.

No sé bien qué pensaba, pero no esperaba que salieran de mí esas monedas.

Salían, probablemente, pero de cierta forma no salía la misma moneda que ingresaba.

Es difícil de explicar, pero lo cierto es que yo no creía ser un canal para la moneda.

Quiero decir que no se trataba de un juego en el que esperabas ver aparecer aquello que habías tragado.

En este sentido, creo que yo era algo así como una casa de cambio.

Alguien que transformaba esa moneda cualquiera en una moneda más personal.

Una con una valoración distinta.

Ni mayor ni menor, pero una valoración propia, me refiero.

Con todo, aclaro que no había que recibir esa nueva moneda.

Podías dejarla ir, me refiero, pues su valor ya había quedado agregado.

Nunca me enfermé, por cierto, haciendo esto.

Tampoco es que lo recomiende, en todo caso.

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