sábado, 29 de septiembre de 2018

No quiere nada.


No quiere nada. No es mi culpa si no quiere nada. Nada especial, me refiero. Y claro, la situación aburre. Ni siquiera molesta, solo aburre. Y es que no se trata de un rechazo. Me refiero a que acepta, pero no quiere. Puede parecer algo menor. Una situación fácil de llevar, en apariencia. Pero no es así, por supuesto. Y no se trata solo de energía de vida o ánimo o como quieran llamarle. Yo creo que ni vivir ni morir quiere. Porque no quiere nada. Además ni siquiera se percata. No quiere darse cuenta, supongo. No sé. Una vez lo escuché hablar sobre esto, pero no decía gran cosa. Que aceptaba la vida, decía. Que no la desprecia. Que no la rechaza. Cosas así planteaba. Incapaz de darse cuenta que en el fondo era incapaz de apreciarla. Porque apreciarla es un acto. No un saber. No una actitud. No una relación que funciona por inercia. Y es que alguna acción, en definitiva, está faltando entre él y la vida. Y su error, por supuesto, es creer que la vida es la acción. Pero le falta el verbo. Y no se da cuenta que en el cómo está el verbo. En el cómo se vive, me refiero. En la acción que debe generar y que en su caso no genera. En el cómo y en el para qué, en última instancia. En todo lo que rodea a la palabra que él ha pretendido dejar separada de sus acciones. Funcionando por defecto. Y claro, todo eso simplemente por no querer nada. Por supuestamente aceptar la vida, pero en realidad estar aceptando una palabra. Una palabra que ni siquiera habla de su vida, por si misma. Si hasta la sangre, sabe más que esa palabra. Yo se lo intenté decir, por supuesto. Varias veces lo intenté, pero él no quiere nada. No es mi culpa, como ven. Yo hice lo que pude.

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