viernes, 21 de septiembre de 2018

El abuelo andaba en algo.


Todos sabían que el abuelo andaba en algo.

Nunca nadie le preguntó.

A nosotros, por ejemplo, nos tenían prohibido hacerle preguntas de cualquier tipo.

Por lo mismo, inventábamos historias sobre él, que nos permitieran al menos completar su historia.

Fue por eso que, de pequeños, nos turnábamos para esas invenciones.

Por ejemplo, recuerdo que a mí me tocó inventar una historia sobre una cicatriz que él tenía en una de sus manos.

A L., en cambio, le tocó inventar una sobre un revólver que guardaba entre sus cosas.

Para saber quién debía contar la próxima la sorteábamos con una semana de anticipación, supuestamente para investigar con nuestros padres.

Yo una vez, para armar una historia, intenté preguntarles y me regañaron de inmediato.

No tienes por qué meterte en la vida del abuelo, me dijeron.

Deja que descanse, me dijeron.

Yo asentí.

No guardé rencores, pero quería descubrir, al menos, si alguien sabía algo.

Alguien que no fuera el abuelo, por supuesto.

Fue entonces que, un día jueves según recuerdo, nos enteramos que el abuelo había muerto.

Ni siquiera entonces, sin embargo, se descubrieron cosas nuevas.

El funeral fue muy concurrido, pero casi nadie hablaba.

O no hablaba sobre el muerto, al menos.

Y es que había mucha gente que no era familiar ni conocido, acompañando el entierro.

Al parecer eso, pienso ahora, habrá influido en el ambiente.

Yo preparé una historia sobre aquello, por si seguíamos la tradición.

Pero nadie nunca volvió a inventarse historias y hasta dejamos de juntarnos.

Eso es lo que ocurrió.

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