¿Y quién creó el vacío?,
me preguntó entonces.
Yo creo que por joder.
A.V.
Ninguno de nosotros preguntaba directamente, pero cada frase que decíamos era de cierta forma una respuesta. De hecho, lo realmente interesante era comprender qué estábamos respondiendo, realmente. Podíamos pasar largo tiempo así. Fingiendo que avanzábamos de esa forma. Haciendo como si resolviéramos grandes incógnitas y creásemos un sentido con nuestras palabras. Nada de esto era cierto, por supuesto, pero era evidente que los demás no lo sabían. De hecho, puede que nosotros mismos dudásemos de la dirección que tomaba todo aquello. No es que nos engañásemos del todo, pero de vez en cuando uno de nosotros parecía satisfecho tras terminar nuestra conversación. Efectivamente satisfecho, me refiero. Así y todo, recordando todo aquello, hoy resulta fácil reconocer que nos engañábamos. Que cada uno de nosotros respondía a incógnitas que al otro -siendo honestos-, no le interesaba desentrañar. Con esto, además, reconocíamos que las verdaderas preguntas no solo nunca fueron dichas, sino tampoco respondidas. Y que el tiempo que ocupábamos con el otro nos desgastaba, a fin de cuentas, como cualquier otra acción que nos parecía inútil realizar. Tal vez por esto -porque nos fuimos haciendo conscientes de lo que ocurría y resultaba inútil seguir fingiendo-, decidimos sin decirlo dejarnos de hablar. Apenas un saludo y luego un gesto, fue lo que quedó de todo aquello. Eso y un vacío lleno de respuestas a preguntas que nunca formulamos. Casi todo es desperdicio, ¿no creen?
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