Vas en el metro, distraído, cuando unas palabras llaman tu atención.
En principio no sabes si lo escuchas bien, pero lo que oyes, según tú, es que algo (o alguien) se habría desvertebrado.
La voz que lo dice tiene un ligero tono a sarcasmo, por lo que sospechas que la palabra esa fue dicha en sentido figurado.
Entonces, sin entender del todo, comienzas a jugar con esa palabra, y hasta intentas hacer una especie de trabalenguas, utilizando posibles variaciones.
Lamentablemente, no resulta muy bien lo del trabalenguas y todo ese juego de palabras pasa a provocarte una sensación incómoda, bastante cercana al miedo.
Este miedo, por cierto, no surge derechamente de que puedas tú mismo digamos, desverterbrarte (o terminar siendo desvertebrado), sino más bien del imaginar lo opuesto a esta posibilidad, es decir, un proceso de vertebración.
No la vertebración tuya, claro está (pues vertebras ya tienes), sino más bien la vertebración de aquello que te rodea.
No solo los seres vivos carentes de hueso, digamos, sino derechamente los objetos…
¿No sería esa una maldición para las cosas?, te preguntas.
La vertebración del agua o del aire, por ejemplo, ¿no sería más bien una reducción de lo que eran en principio o hasta un castigo?
O el metro mismo en el que viajas, para no ir más lejos, y que vino de cierta forma a vertebrar a la ciudad.
Y claro, ya en este punto vuelves otra ves a cambiar de perspectiva y la desvertebración se presenta ahora como una liberación… o un acto que viene a separarte del castigo.
¡Bienaventurados los desvertebrados…!, decides entonces que podría ser la máxima que resuma aquello que has descubierto o que crees haber descubierto, mientras viajas distraído.
Así es, te repites, ¡bienaventurados los desvertebrados…!, y sonríes.
Y es entonces cuando te vienes abajo, sonriendo aún, sin más.
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