domingo, 4 de marzo de 2018

Cada seis meses.


Cada seis meses viaja a Nueva York para ver musicales. También, aunque de forma esporádica, cambia Londres por Nueva York si es que la cartelera le parece más interesante. Lleva poco más de diez años con esta rutina y ya ha gastado en ella casi la mitad de la herencia que le dejó su abuela. Cuando viaja, suele hospedarse en los mismos hoteles –los más económicos que encontró durante su primer viaje-, y desarrolla una rutina en extremo parecida. Solo uno de sus viajes lo ha hecho acompañada, pero no resultó una buena experiencia, momento desde el cual ha vivido estos viajes como una experiencia que se reserva exclusivamente para sí misma. Puede parecer extraño, pero lo cierto es que no sabe inglés, aunque se concentra tanto en lo que sucede sobre el escenario que termina entendiendo bastante bien las historias que presencia. Suele llorar en todas las funciones. Y es que le emociona profundamente ver realizarse aquel simulacro de la misma forma como ella siente que debiese ser la vida. Por eso viaja, supongo. Para poder sentir que la vida verdadera, de la que tanto algunos hablan, se desarrolla sobre esos escenarios, durante poco más de cien minutos. Una vez, mientras conversábamos, me confesó que poder emocionarse era a fin de cuentas una manera de válida del gastar dinero. Aunque claro, no es llorar precisamente lo que busca, si no el transformar el llanto en otra cosa, como ella misma dice. Hoy partió, por cierto, nuevamente hacia Nueva York. Yo me quedó en su departamento, hasta su regreso.

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