viernes, 30 de marzo de 2018

1988


Decíamos que era un juego.

Nos comportábamos incluso como si lo hubiese sido.

Uno a cada extremo, entre los árboles, apuntándonos con linternas.

Cuando oscurecía, por cierto, decíamos que jugábamos.

Huir de la luz, entre los árboles.

De la profundidad de la luz, huíamos.

Cada vez un poco más lejos, porque decíamos que era un juego.

Ninguno admitía que nos daba miedo.

A veces, incluso, aquello podía ser cierto.

Dejabas de oír, la luz.

Dejabas de verla.

Nos tenían prohibido hacer aquello, pero arrancábamos de igual forma.

Siempre igual hasta aquella vez en que nos alejamos demasiado.

Y llegamos a la oscuridad real, a esa de la que no se retorna.

Sentimos voces.

Alguien diciendo nuestros nombres.

Gritos incluso, aunque todo era mudo, al mismo tiempo, en aquella oscuridad.

Nada iluminaban las linternas.

Nada salvo árboles y a veces un cuerpo caído, similar a nosotros mismos.

Tuve miedo esa vez.

Miedo hasta que alguien de alguna forma me sacó de ahí.

Entonces, mi linterna te apuntó, en la distancia.

Y tras de ti alguien que daba un golpe, con algo que pudo haber sido una pala.

Caías al suelo y no alumbré nada más.

Sé que fue cierto.

Poco después alguien que tomó tu rostro me iluminó y yo fingí que eras tú.

Y la oscuridad misma fingió que se iluminaba y simuló entonces ser mi mundo.

Pero yo he sabido siempre que en el fondo, sigo estando en esa oscuridad real. Espesa.

La verdadera luz no llega, pero debo estar aquí por algo.

Y es que esa oscuridad no sabe matarme, pero agrede.

Y yo apenas sé mi nombre y que guardo luz.

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