Te escucho.
Sin interés, es cierto, pero te escucho.
Y es que, justo ahora, no tenía nada más que hacer.
Pero claro, tú no estás a flote y te cuesta salir sin anuncio previo.
Estás en el fondo…
En la casa del fondo, digamos, del terreno de ti mismo.
Mala imagen la anterior, es cierto, pero no merecemos más.
Yo no, al menos, que ya no sé qué escuchar de ti.
Apenas el eco de algo, tal vez.
O ni siquiera el eco.
El motor lejano de una máquina pequeña, tal vez, que no creo se llegue a acercar.
Así, aunque espere un buen tiempo, es probable que termine siendo un despropósito.
Escucharte así, tan lejos, me refiero.
Y que tenga que esperar a que termines de hablar, para que comiences a explicarme qué has querido decir.
¡Toda una pena…!
Tanta falta de sueño y descubrir que no era culpable, finalmente, la cama ni la almohada…
Eso te digo, mientras mantienes la distancia.
Probablemente ni me escuches.
De hecho, si pudiese plegar este espacio que nos separa, harías probablemente el origami más extenso del mundo.
Silencio (más o menos).
Pasan los minutos.
A lo lejos, entonces, observo una pequeña mancha que vocea.
Que vocea con tu voz, quiero decir.
Ya es lo suficientemente cruel, me dices, desde la mancha.
Y yo te escucho.
No es necesario, ciertamente, agregarle nada más.
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