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No he leído muchas obras de Gustave Flaubert. Madame Bovary, por supuesto, Bouvard y Pécuchet y los Tres cuentos, son a la larga las únicas obras narrativas de este autor que he leído de forma completa.
De lo demás, -Salambó, Las tentaciones de San Antonio y La educación sentimental-, debo confesar que las he empezado varias veces y nunca las he podido terminar, por motivos que en un momento creí varios y que hoy me doy cuenta que son sólo uno: eran obras demasiado perfectas.
Sí, puede sonar extraño, pero esa es la razón. Una perfección que no tiene que ver, sin embargo, con que una obra fuese mejor que otra, sino sólo con la cantidad de trabajo a la que había sido sometida.
Y es que de tanto trabajo y aparente corrección, estas obras -las que no acabé de leer- terminaron por parecerme piezas demasiado gastadas. Objetos pulidos una y otra vez hasta que perdieron sensibilidad y ya no había forma de ver en ellos aquella esencia personal que toda buena obra de arte debe mantener para permanecer viva.
Con esto, no obstante, no planteo que las obras de Flaubert que sí leí completas sean superiores o tengan una notable vida propia. Ni tampoco que no sean perfectas, dicho sea de paso.
Aclaro al respecto que Bouvard y Pécuchet, por ejemplo, me pareció un intento demasiado racional y sin sangre, de articular una idea a través del artificio literario, reduciendo de pasada a la literatura a un mero instrumento dado en función de nuestro cerebro y de todo aquello que dicho órgano representa y que no me interesa aquí ni siquiera nombrar.
Reconozco por tanto que fue un gran esfuerzo leerla, -mucho más que el esfuerzo que me llevó a dejar de leer Salambó y las otras que no terminé-, pero que terminé acabándola a partir justamente de lo que las otras obras carecían: imperfecciones.
¿Muy enredado?
No tanto, en verdad.
Es sólo que las imperfecciones me agradan sobremanera. Las siento vivas. Son como el ronquido que no puede fingir aquel que duerme verdaderamente, o la belleza desconocida de la mujer sin maquillaje...
Y en Flaubert, más que en otros autores, estas imperfecciones son algo así como pequeños trozos de carbón escondidos en medio de un gran número de diamantes, pulidos rigurosamente y ordenados en estantes, hoja por hoja, y hasta libro por libro.
Y sí, son lindos los diamantes. Y uno hasta debiese aprender a trabajarlos de esa forma, ¿pero saben? me gustan más los carbones. Me gusta tomarlos y que mis manos queden tiznadas y hasta me gusta prenderles fuego y calentarme con ellos. Y es que los carbones están más vivos que los diamantes, sin duda, y hasta científicamente puede comprobarse la prevalencia de su juventud oscura, ante la muerte cercana de esos vejestorios brillantes.
Por eso cuando te encuentras con un pequeño tizne al leer la magnífica Madame Bovary, uno hasta termina alegrándose, de la misma forma como se alegran los niños cuando se dibujaban bigotes con el carbón, -antaño-, y hasta sientes a Flaubert más humano y un poco más cerca y te agrada incluso que haya descrito los ojos de Emma de colores distintos en diversos pasajes de la obra, y dices "sí, esta obra tiene una fisura, y respira por ahí", y celebras como si en medio del asfalto hubiese crecido de pronto una pequeña flor amarilla.
Quizá por eso, -por todo aquello que refería recién respecto a las obras narrativas de Flaubert-, es que me maravillo cuando leo sus cartas, o los distintos escritos de Flaubert que no habían sido destinados para ser publicados.
Sí, las prefiero por mucho sobre su obra narrativa. Más allá de lo que me maravilló Madame Bovary, o de la tierna belleza que alcanza Un corazón sencillo, las cartas de Flaubert palpitan constantemente, y parecen no quedarse quietas, cuando nos hablan.
Ahora bien, es cierto, no nos hablan a nosotros, le hablan a George Sand o a Louise Colet, pero también es cierto es que están tan vivas que se escabullen de sus manos y las palabras salen disparadas en todas direcciones como una plaga de ratones que inundan rápidamente un salón construído de forma tan perfecta, cuidada y brillante, que ya no parecían albergar vida adentro, mientras se convertía poco a poco en mausoleo.
Y es que las cartas de Flaubert, en definitiva, permiten llenar de vida toda la obra narrativa de este autor, y hasta les sobra energía y belleza para observar la imagen de Gustave y sentir que está un poco menos muerto... sentir que también es imperfecto y que es por tanto un poco más similar a nosotros, y que hasta le asustan un poco las mismas cosas...
Ese es Flaubert, el imperfecto. El vivo. El que no le gusta pensar. El que se atreve a evitar la frialdad del diamante.
Ese es el Flaubert que prefiero y el único que me interesa leer de hoy en adelante... y qué mejor para empezar estas lecturas -y terminar esta entrada- que una frase que el autor le dice a Louise Colet en una de sus primeras cartas...
"...Es igual. No pensemos ni en el porvenir, ni en nosotros, ni en nada.
Pensar es la manera que elegimos de sufrir.
Y no es tiempo ahora, para aquello..."
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