lunes, 18 de octubre de 2010

Los niños de Hamelín.

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No es tan sencillo el cuento del flautista. No es algo que pueda leerse así sin más y pasar luego a otra cosa. O sea, se puede, pero hay algo que no queda bien, que no encaja después de eso.

Por ejemplo hay una fecha concreta: el 26 de junio de 1284, y hay referencias históricas y hasta existió un vitral anterior al siglo XIV que hacía referencia al acontecimiento.

Con esto, sin embargo, no quiero decir que debamos fijarnos más en la narración debido a la supuesta veracidad de los hechos narrados, o que debamos arriesgar interpretaciones para entender el argumento.

Lo que propongo aquí es algo distinto, algo que tiene que ver con el significado de una ausencia, de una pérdida… un significado que pasa a existir entonces de una forma relativa, y no absoluta –como intentaré explicar más adelante, si todo va bien-.

La historia del flautista, por lo demás, tiene sólo un centro fundamental: un hombre que nadie sabe de dónde vino, luego de que el pueblo no le pagase por un favor realizado, se lleva a los niños, encantándolos con el sonido de su flauta, hasta hacerlos desaparecer, entre unas montañas cercanas al pueblo.

Con el tiempo, se le agregarán a la historia otros factores, como señalar que el favor realizado fue librar al pueblo de una epidemia de ratas, o hasta la creación de un final feliz, con los niños reaparecidos tras la cancelación tardía de la deuda.

Más allá de estas diferencias, sin embargo, el hecho central de la seducción y pérdida de los niños en las colinas cercanas al pueblo, permanece inalterable. Podrá añadirse una cueva o el abrir y cerrar de dos colinas, pero lo cierto es que existe un momento en que de aquellos niños no se sabe nada salvo que desaparecieron, que dejaron de estar, mientras sus padres permanecían al interior de una iglesia, donde no se oía esta música.

¿De qué está hablando entonces esta historia? ¿Quién es ese extraño personaje de la flauta? ¿Qué sucede con los niños tras ese desaparecer?

Recuerdo que esas fueron preguntas que me repetí bastante y que me hacían volver una y otra vez sobre esta historia y hasta intentar una pequeña novela –llamada El Extravío-, y cuyo capítulo final era –debió haber sido, pues no lo terminé- justamente Los niños de Hamelín.

Pero reitero, no se trataba de un interés interpretativo de aquellos hechos, sino la indagación en la ausencia, en aquello que se abría para permitir que esos niños no fueran ni estuvieran más en aquel lugar.

No me refiero, sin embargo, con esto, a un espacio otro; el asunto no era tan simple como crearles un espacio alterno o un nivel distinto donde sus existencias pasaran a ser, sino que se trataba de algo similar a tomar el sistema absoluto en el que se daban aquellas acciones, y transformarlo en un sistema relativo.

Sí, como en las matemáticas, esas mismas cuyas reglas deben romperse para llegar a entender la cuadratura del círculo y armonizar así las distintas contradicciones que subyacen a toda teoría que se sustenta en las reglas rígidas de una realidad hipotética, y que por lo demás se desconoce.

Quería demostrar, si era posible –y creo que es en torno a esto mismo que me interesa hacer girar el cuento del flautista- que la división por cero era imposible por razones distintas a la que dan las matemáticas.

Demostrar que el cero es y no es número, pero no por la ausencia de cantidad, ni por la operatividad o inoperatividad que permite al interior de algunos sistemas, sino porque tanto su ausencia como su presencia terminan por existir en un mismo ámbito: en el de la necesidad demostrativa, es decir, en tanto es capaz de mostrar/sugerir realidad y hasta demostrar su propia inexistencia.

Y sí, se hacía enredado, y es que quería llegar a partir de las paradojas de Gödel a lo que era el momento lineal, y hasta responder si era posible –desde el cero como signo y el cero como símbolo- aquello planteado con la hipotética existencia del cero absoluto, aquel que –teóricamente al menos- volvía nula la entropía de un cristal puro.

¿Suena enredado? ¿Era demasiado ambicioso?

Sí, lo era. Pero no por un afán de demostración matemática o algo conducente a enredar las cosas. La historia podía quedar tan simple como aquella antigua narración del flautista y los niños. Encerrada en un vitral, si había suerte, y hasta olvidada con el tiempo.

Por otro lado, el interés profundo, la carencia desde la cual se organizaba mi discurso –por llamarlo de alguna forma-, decía relación con algo más sencillo, con carencias y sensaciones más básicas, con vacíos cotidianos… y hasta con presencias cotidianas que nos resultan inexistentes por el básico hecho de ser indemostrables.

¿Fantasmas? ¿Niños perdidos cuya existencia no ha dejado de ser sólo por ser indemostrable?

Mmm, puede ser, pero la verdad no es eso precisamente. Tenía que ver con eso justamente, y con los niños que se mueren en el sueño y con el silencio que a veces ahoga a un niño… es decir, con todo aquello que debilita la existencia demostrable de un ser…

¿Y por qué niños?

Porque son lo único humano que no ha sido totalmente contaminado ni tranformado por la lógica y lo que aprendemos que es la realidad… Porque están más cerca de la existencia indemostrable que nosotros ¿se entiende?

Mmm, parece que no. Y parece que además es culpa mía. Quizá por eso no he vuelto a intentar escribir esa novela luego de que se extravió parte de lo que llevaba… porque desapareció, ahora que lo pienso, estaba en un computador que se echó a perder y no apareció en los respaldos… es decir está el archivo, pero no pesa nada y no se puede abrir…

¿Y saben?

Yo creo que eso –más allá de la forma que intentemos darle- puede ser enunciado de la forma más sencilla. Hasta como una canción de cuna, si fuese el caso.

Ya lo intuyó Berkeley, el primer Schopenhauer, Wittgenstein, Gödel y hasta Perelman… y todo aquel que ha sabido buscar al interior de un mundo precario, la existencia de un algo indemostrable que es sin embargo un sustento para todo lo sólido a lo que confiamos nuestro peso día a día.

Y sí, también lo intuyó Parménides, y Spinoza y podríamos ampliar la lista y hasta incluirlo a ud., querido lector, pero el punto aquí no es ese.

El punto aquí es algo más sencillo. Más claro. Y más directo:

Nada se va. La ausencia no existe, ni es posible –y me aventuro a decir que es hasta indemostrable-. De hecho, la existencia misma es irrenunciable, y no existen varias formas de existir, sino sólo de evitar existir.

Y estamos llamados, por tanto, a buscar aquellas existencias indemostrables, ir hacia las colinas donde dejaron de verse esos niños y traerlos con nosotros.

Y no son metáforas, ni símbolos. Ni siquiera signos. El lenguaje entero es una ilusión y una farsa: tenazas hechas para agarrarse a sí mismas…

¿Y saben? No suelo hablar en serio, pero hoy voy a hacer una excepción, y poco importa que no me crean… pero yo sé dónde están esos niños. Llévenme hasta Hamlen y les traeré esos 130, y si todo va bien, hasta les dejaré escuchar esa música, ese sonido de flauta que fue también el de trompetas que podían derribar ciudades y que es incluso el silencio en que sumergen los niños cuando se ponen a llorar, y hasta cuando mueren…

Pero no se asusten, es una música para que dejen de ser, pero también para que comiencen a ser, de una vez por todas.

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