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Recuerdo que en el inicio de El topo, de Alejandro Jodorowski, se muestra que el protagonista, tras haber cumplido los 12 años, debe ir al desierto y enterrar su primer juguete y el retrato de su madre.
La escena, que era quizá demasiado fabricada y que apelaba a esta frase/actitud bastante cliché, -y que me hizo mirar con disgusto todo el resto del metraje, dicho sea de paso-, se me viene hoy a la memoria porque mi hijo cumplió precisamente hoy sus doce años, por lo que estos días fueron también momentos ideales para iniciarlo en otros ritos, menos extremos quizás, pero igualmente trascendentes.
No se trata por supuesto de circuncisiones, ni de activarle chacras, ni de llevarlo con un bigote falso a esos cines rotativos de mala muerte donde por lo general el ítem de vestuario es cercano a cero, sino que son ritos digamos, más sencillos y discretos, y que tienen su base en una relación más cercana a la amistad que al vínculo padre-hijo, -por supuesto más íntimo-, y al que, al menos hoy, no haré referencia alguna.
Y es que hoy todo lo que tuvo de bueno o de emotivo, o hasta de malo -porque entremedio hubo una pérdida de dinero importante que me va a obligar a pedir un prestamo para cubrirla-, quiero dejarlo de lado, porque lo importante hoy era que un chico especial se sintiera alegre, y grande, y supiera que hay gente en su entorno que quiere también lo mejor para él, y que está dispuesta a ayudarlo en lo que necesite, para lograr aquello.
Pero bueno, hablemos entonces del primer rito de preparación para los 12 años. Nada más y nada menos que su primera película de Bud Spencer y Terence Hill... ¿se acuerdan?, el gordo inexpresivo y el rubio sonriente que iban de un lugar a otro golpeando tipos y metiéndose en aventuras chistosas.
-Esta no es sólo una película de un buggie, pequeño vástago, -le dije, dándole un tono solemne a todo esto- y puede cambiarte la vida igual como recibir un premio grande de la lotería, o como puede hacerlo el que un fósforo no prenda, o que te pises el cordón de uno de tus zapatos...
-¿Da lo mismo cualquiera de esas cosas, oh querido progenitor? -dice mi hijo siguiéndome el juego.
-Lo mismo da, oh unigénito, -le explico- ya estás en edad de saber esos secretos...
Y entonces nos sentamos en silencio, cabritas en mano, y comenzamos a ver a esos dos tipos luchando por aquello que consideraban justo... sus golpes a mano abierta y las piruetas, mientras la red de mafiosos va cayendo uno a uno hasta que poco a poco la idea de recuperar al buggie va volviéndose más completa, y el bugiie-grial comienza a parecer cada vez más cercano.
-¿Podemos hacer una pausa para practicar lo aprendido, querido púber? -le pregunto.
Pero en vez de una respuesta recibo un ataque cariñoso, aunque desleal al que debo contestar de la misma forma... así que al final sobre la cama sólo hay cabritas molidas y un par de seres victoriosos tras una batalla que, claro está, no tenía por objetivo dejar a nadie derrotado.
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La segunda iniciación viene también de la mano de una película. Una de terror esta vez, que marcó a varios de mi generación y que tenía por protagonista a un payaso... ¿Qué? ¿Que no se acuerdan...? Pues se trata de It, el payaso asesino, la película de Stephen King sobre ese payaso y ese grupo de siete niños -y luego adultos- que se dan cuenta que deben enfrentar sus propios miedos para poder vencerlo.
El caso es que no iban ni diez minutos cuando la metamorfosis de mi hijo en gallina comenzó a producirse... tapándose los ojos, o haciendo como que miraba hacia otro sector, poco a poco comenzó a insinuar que quizá sería mejor ver otra...
Al final lo convenzo quedándome al lado de él todo el tiempo y teniendo que acompañarlo hasta al baño luego que la película terminara.
Durante la noche, de hecho, se vino hasta mi cama, y contamos unos chistes antes de dormirse para que todo fuese más alegre y menos temeroso.
-¿Crees que fue un error verla? -le pregunto al final cuando se ha dado vuelta para dormirse.
-¡Nooo! -me dice volteándose, y mostrándome una nariz de payaso que tenía puesta y que me hizo saltar de la cama y hasta hacer que el notebook se cayera al piso...
-Pues bien -le admito, mientras me calmo- has superado tu segunda prueba.
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El tercer y último rito de sus 12 años vino justamente hace unas horas, cuando junto a unos amigos del colegio jugaban en el patio de la casa de mis padres, bajo mi supuesta supervisión. Estaban colgándose del trapecio o saltando sobre las colchonetas, hasta que mi hijo me mira y me cierra un ojo y comienza a contarles una historia que, extrañamente, a los otros chicos les pareció verosímil.
Mi hijo les contó entonces de nuestro entrenamiento como superhéroes... de hecho, y a pesar de lo infantil y absurdo que pueda sonar... les explicó las supuestas piruetas que yo sabía hacer y los otros chicos le creían...
-Tenís suerte, -decía uno- mi papá se pone colorado hasta pa recoger el diario...
-El mío -inventaba entonces mi hijo, mientras buscaba mi aceptación- sabe dar vueltas en el aire... y sabe saltar del trapecio a la tela y de la tela a la argolla, y me está enseñando...
-¿En serio tío? -me decían acto seguido sus compañeros-, ¿por qué no nos muestra y nos enseña?
Entonces yo, tomando un tono místico a lo Marco Antonio Solís, -con el que además me han molestado de vez en cuando algunos alumnos-, les explicaba algo así como que las artes marciales -porque aproveché aquí de subirme otro peldaño- no son cosa de juegos, y que de hecho mi hijo podía hacer exactamente lo mismo y que tenía prohibido enseñárselo a los otros.
-¿No me dejas mostrarle al menos una vuelta en el aire, papá? -insistía falsamente mi hijo.
-No hijo, no insistas -le decía yo-, si quieres enséñales las maniobras de preparación de vuelo -le dije entonces por molestarlo-, de esas que hemos estado practicando...
Entonces, y por el contrario de lo que pudiese esperar, mi hijo se lanza sobre la tela y comienza a balancearse colgado por el estómago y a intentar tomar actitud de vuelo, junto a sus compañeros, quienes por el tono, -o no me explico en verdad por qué razón-, se terminaron yendo de acá sin dejar de creer en nuestro entrenamiento.
Al final del día, por último, no me queda más que despedirme de este chico, éste que quizá pronto empezará a salir por su cuenta y nos comenzaremos a ver cada vez menos... este mismo que aún se da el tiempo pa abrazarme sin importar que estén los otros chicos viendo, y con quien cruzamos otras palabras bastante más serias el día de hoy, pero que, como ya dije anteriormente, dejaré en el interior de una relación más íntima, y en la cual existe un cuidado especial, y, por lo mismo, un mayor grado de silencio.
Por último, dos horas después, y mientras termino de escribir esto, suena el teléfono. Es mi hijo preguntándome por si encontramos la plata que se nos perdió hoy día.
-Oye papá, -me pregunta al fin- ¿Cuánto vale eso que hoy me regalaste...?
Entonces yo, -intuyendo esa acción que me tocó hacer de chico con mis juguetes por otra clase de problemas- le digo que no se preocupe, que la plata se le perdió a la Susi no era tanta, que el miércoles la tengo de nuevo y se la envío a su mamá... que no tiene importancia.
-Oye papá- me dice al fin, algo más convencido- ¿te puedo contar un chiste...?
Y el chiste era tan lindo y tan alegre que en verdad si lo pongo va a parecer un invento o algo que se me ocurrió para darle un buen final a esta entrada. Así que mejor busco un final alternativo, de esos que nadie duda que son falsos:
"...y sucedio entonces que padre e hijo se pusieron sus trajes, y salieron a buscar problemas que resolver... fueron a buscar esos miedos que tomaban forma de payaso y realizando unos extraños golpes a mano abierta y con graciosas piruetas, lograron vencer a los malos y recuperar su buggie... y el mundo volvió a ser entonces ese lugar tranquilo y justo que siempre debió ser, y hasta les quedó tiempo para dormir un par de horas... antes del nuevo día..."
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