lunes, 20 de noviembre de 2017

Un perro viejo.


El perro aparece hasta en las fotos más antiguas.

Con el padre.

Con el abuelo.

Con el padre del abuelo.

Sé que es ilógico pensar que se trata del mismo, pero comenzamos a investigar y nadie recuerda alguna muerte o que haya sido reemplazado por otro.

El nombre además es el mismo.

La actitud, incluso, resulta similar.

En las fotos, por ejemplo, siempre aparece recostado de la misma forma.

Indiferente.

Inexpresivo.

Sin mayor movimiento.

Está viejo, por supuesto, pero nadie recuerda que haya estado alguna vez enfermo.

De la misma forma, tampoco nadie recuerda haberlo escuchado ladrar.

Como a las mismas horas y se recuesta siempre en el mismo sitio.

No pelea con los gatos e ignora a todos los que entran a la casa.

Nunca ha tenido collar ni tampoco lo sacan a pasear.

Intrigados, pagamos a un veterinario para que fuese a verlo a domicilio.

No nos supo decir la edad, pero obviamente señaló que se trataba de un perro viejo.

Tampoco le encontró señales de enfermedad y se limitó a darnos recomendaciones sobre su alimentación y cuidado.

Escribimos, en una hoja, aquellas indicaciones.

Esa noche, después de cenar, me acerco hasta el animal y lo miro a los ojos.

La impresión que me da es que está cansado.

Cansado y triste, tal vez, si es que lo están los perros.

No va a morir porque no vive, comentó un primo, antes de irnos del lugar.

Yo, en cambio, no hice comentario alguno.

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