lunes, 6 de noviembre de 2017

Nada que ocultar.


I.

Durante el funeral conocí a su hijo.

Fue él quién se acercó y me preguntó si yo me acostaba con su madre.

Yo no contesté, pero él parecía estar seguro de la respuesta.

Era un chico de unos doce años, con una expresión de enojo más que de dolor, en el rostro.

-Le gustaban los hueones como tú –me dijo-. Tenía un gusto de mierda.


II.

Días después lo vi esperándome cerca de mi casa.

Supuse que había faltado al colegio pues estaba con uniforme y parecía estar ahí desde temprano.

Esperé que dijera algo cuando pasé junto a él, pero solo estaba rígido, en silencio.

Entré y me senté a pensar qué hacer.

Entonces miré hacia fuera y vi que estaba junto a la puerta.

Salí y lo invité a pasar.


III.

Entró de mala gana mirando todo alrededor.

En mi casa solo se podían ver libros o películas o cosas de ese estilo.

Le ofrecí algo de comer o beber, pero no quiso nada.

-Usted sabe por qué se mató –me dijo entonces, de improviso-. Estoy seguro que usted sabe.


IV.

No se lo dije así, pero estoy seguro que los que se matan lo hacen siempre por lo mismo.

Expectativas demasiado grandes, por lo general.

Esperar más de los otros, de la vida, y hasta del corazón propio.

En vez de eso, solo atiné a decir que no era culpa suya.

Tal vez fue algo estúpido, pero fue lo único que creí podía servir de algo.

No lo hizo, por supuesto.


V.

No he vuelto a ver al chico aunque supe que dejó la escuela, al menos este año.

Al parecer se irá a vivir con sus abuelos, en Concepción.

Varias veces he pensado en contarle un poco de su madre, pero tampoco creo saber demasiado.

De todas formas, junté los mails que tengo de ella y pretendo enviárselos apenas averigüe bien su dirección.

No hay nada que ocultar, después de todo.

Salvo la tristeza.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales