martes, 7 de noviembre de 2017

Mascotas.


Durante un tiempo adopté a un perro.

Lo encontré en la calle con algunas heridas y lo llevé hasta mi casa.

Lo alimenté, sanaron sus heridas y lo quise lo suficiente como para no ponerle nombre.

Todo estaba bien con él salvo que me desconocía cada tarde al volver del trabajo.

Así, al llegar, comenzaba a ladrarme y hasta se lanzaba en ocasiones a morder mis tobillos.

Y claro, como de vez en cuando lograba dar en el blanco, ocurrió que pronto fui yo el que tenía las heridas.

Lamentablemente, mis heridas importaban tan poco que comencé a sentir rencor contra aquel perro.

Ocurrió así que un día en que el animal clavó sus dientes sobre una herida no cerrada, no pude contenerme y le lancé un puntapié en el hocico.

Luego de aullar, en esa oportunidad, el perro pareció reconocerme y se comportó dócilmente.

Le había hecho, eso sí, un corte en el hocico, que intenté curar de inmediato.

Con los días, pude darme cuenta que el perro dejó de atacarme al llegar a casa.

Al mismo tiempo, mis tobillos fueron curándose pero la herida del hocico del perro seguía abierta.

Fui comprendiendo entonces que uno de los dos debía tener una herida y todo funcionaría de manera ideal.

Con todo no sabía si ser víctima o victimario conllevaba menos culpa.

Finalmente, solté al perro, que no se quiso ir durante un par de días, pero luego accedió a hacerlo, quién sabe hacia dónde.

No he vuelto a tener mascotas, desde entonces.

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