viernes, 3 de noviembre de 2017

Apuestas.


Acompañaba a mi tío el hipódromo cuando tenía algo así como diez años.

Él se sentaba con una cerveza y leía un programa con información de las carreras.

Cuando se decidía por algún caballo me pedía a mí que fuera a hacer la apuesta.

Recuerdo que, para que me dejaran hacer la apuesta, mi tío escribía una nota a un cajero que lo conocía hacía años.

Fue así que, luego de acompañarlo un par de veces, me di cuenta que nunca ganaba.

Por lo mismo, decidí que la próxima vez que me diese dinero yo no lo apostaría, y esperaría a que perdiera simplemente, y el dinero sería mío.

Así lo hice.

No una vez sino al menos cinco veces en esa oportunidad y otras cinco también la vez siguiente.

En ninguna de ellas, por cierto, mi tío hubiese ganado, así que no lo sentía como un engaño.

De hecho, fue en esa última oportunidad que, ya de regreso en casa, le conté aquello que había hecho y hasta decidí regalarle la mitad del dinero.

Entonces, mientras esperaba que mi tío me agradeciese por el ahorro, me lanzó un par de bofetadas y me obligó a darle la totalidad del dinero.

Luego, frente a mí, rompió los billetes e intentó quemarlos con un encendedor brillante que llevaba a todos lados.

Decía que ese dinero ya estaba perdido e incluso señaló que esa era la razón por la que nunca ganaba.

Yo no entendía lógica y solo pensaba en la posibilidad de rescatar algún billete pues en mi casa mi padre estaba sin trabajo y hasta nos faltaba, en ocasiones, algo para comer.

De hecho, esa era la razón por la que me enviaban con mi tío algunos fines de semana.

Finalmente, él dejó de llevarme al hipódromo por lo que yo me quedaba en su casa leyendo algunos libros.

Recuerdo que el único libro valioso que descubrí en aquella casa fue uno de Saul Bellow.

Pero esa es otra historia.

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