sábado, 11 de noviembre de 2017

Therese.


Yo me juntaba en ese entonces con un grupo de poetas que se reunían a su vez para leerse unos a otros y decirse que sus versos estaban bien y celebrar lo grandes que eran (aunque casi nadie lo supiera). Dentro del grupo mayor había también grupos más pequeños y en uno de ellos estaba Therese que era la única razón por la cual yo había ingresado en el gran grupo.

Lamentablemente, tras hacer lo posible para llegar al grupo de Therese me enteré que una de las pocas reglas de Therese en relación a sus costumbres sexuales, era no acostarse con miembros de su grupo más reducido. Por esto, debí esforzarme nuevamente por cambiarme a otro de los grupos y provechar las oportunidades de lectura para que ella escuchase mis textos y se acercara a proponerme algún encuentro especial.

Y es que me había enterado que así (más o menos) actuaba Therese. Es decir, escuchaba los poemas y de pronto se acercaba a uno de los escritres y le proponía quedarse una noche juntos, sin más. Tras averiguar detalles llegué a la conclusión que tenía más oportunidades escribiendo poemas con rima, que hablaran de aves migratorias y que tuviesen no más de diez o doce versos.

Así lo hice, por supuesto. De hecho, la noche en que pensé que ella se acercaría sucedió que desapareció de golpe hacia el final del encuentro. En principio, pensé que se había ido con una chica que leyó tres poemas sobre un cactus, pero a los pocos días supe que había tenido un accidente al ir a comprar unos cigarrillos, en un negocio cercano.

Si bien el accidente no la dejó con lesiones graves, Therese no volvió a ir a los encuentros literarios. Entonces, para averiguar la razón, debí volver al grupo donde estaba Therese. Me demoré unas cuantas semanas en regresar y cuando lo hice accedí a una información más precisa. Entonces me contaron que en el accidente, Therese había perdido un bebé que tenía pocos meses y que eso la había llevado a abandonar la poesía.

Luego de eso, claro está, dejé de juntarme con el grupo de poetas. Lamentablemente, tuve que dejar que me publicaran un par de poemas horribles en una antología, pero al menos conseguí que cambiasen mi nombre. Según me enteré después, once de los catorce antologados se habían acostado con Therese. Solo falté yo, una chica que tenía problemas a la vista y un tipo que aparentemente se había negado debido a su religión.

Con los años, me crucé con Therese un par de veces y quise convencerme que todo ocurrió (o no ocurrió) para mejor y que, en realidad, acostarse con ella no hubiese valido la pena. Por otro lado, respecto al hijo que perdió o a la poesía que escribía, supongo que no eran cosas que nos importaran demasiado. Puede que suene frío, pero estoy seguro que usted, lector, tampoco reparó mayormente, en este asunto.

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