miércoles, 5 de abril de 2017

Mimos.


El mundo es un mimo.

Le hablo y no responde.

Me mira siempre con cara de hueón y hasta hace unos gestos.

Yo lo miro con atención, pero no consigo entenderle.

A veces incluso creo que se burla.

Es más: no creo que esté solo en todo esto.

Puede que piensen que me muestro paranoico, pero es sin duda lo que pienso.

Me refiero a que hay otros que son cómplices y que buscan molestarme.

Una especie de sectas de mimos que te empujan hasta el borde.

A la desesperación misma, digamos.

Dios, por ejemplo, como mimo.

El corazón, por ejemplo, como mimo.

Entes importantes, digamos, pero que te miran en silencio y con el rostro pintado de blanco.

Si es que tienen rostro, por supuesto.

Y es que no es justo, si lo piensan.

Es decir, me despierto y todos son mimos.

El día es mimo, por ejemplo.

Salgo a la calle y el sol es mimo.

El universo entero, incluso, es mimo.

Se mueven por ahí, me refiero.

Dan vueltas.

Nada dicen, pero buscan tu reacción.

Y hasta en ocasiones te molestan, derechamente.

¡Todos son mimos…!

Hasta esos hombres que hablan resultan ser, finalmente, otro tipo de mimos.

Ruidosos mimos, es cierto, pero mimos al fin y al cabo.

Y es que nada dicen, si te fijas.

Huevean no más, los maricones.

¡Putos mimos…!

¡Reputos mimos!

No voy a darles lo que quieren.

No voy a darles, repito, lo que quieren.

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