viernes, 16 de septiembre de 2016

Una especie de fe en las causas simples.


Todo se complica a partir de una necesidad. 

En este caso, la necesidad de contemplar un mundo que opera en función de leyes de causa y efecto.

Ella lo planteaba así, al menos, y decía además que ese era mi problema.

La simplificación del sistema principal de funcionamiento del mundo, digamos.

Ahora bien, como todo problema debía resolverse –esto era inherente al significado esencial del problema, según ella-, yo debía encontrar una solución.

Entonces, de entre las soluciones posibles, uno optó por elegir el cambio.

Ni siquiera se explicó cuál, o de qué tipo, pero fue un acuerdo establecido así desde un inicio.

Expresaba al menos buenas intenciones, decía ella.

Y parecía bueno, decía yo.

No consideramos, sin embargo, en todo esto, una ley fundamental.

Dicha ley señala que todo cambio involucra deterioro.

Desgaste en definitiva, ya que aquello que se cambia sigue, materialmente al menos, siendo el mismo.

Y claro, con esto, lamentablemente constatamos la aparición de nuevas necesidades.

Además, llegado este punto, ella recalcaba que esas nuevas necesidades originaban también nuevas complicaciones y anunciaban, con esto, futuros problemas.

Ese era el panorama, recuerdo, que se nos presentaba por entonces y respecto al cual había que tomar una decisión.

Siendo sincero, hoy puedo decir que entendía, en el fondo, poco menos de media mierda de todo aquello.

Aunque al mismo tiempo, digamos que tenía una especie de fe en las causas simples.

Esto último fue lo que, en definitiva, permitió dilatar la situación.

Así, ocurrió finalmente que dejamos de vernos, de un momento a otro, y la causa y el efecto fueron entonces pilares que se derrumbaron.

Casi todo, comprendo hoy, se reduce a eso.

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