martes, 6 de octubre de 2015

Un crucero, para ser exacto.


De vez en cuando llega un barco. Un crucero, para ser exacto. Es lo mismo hace años. Entonces se bajan algunos turistas y se sacan fotos. Ni siquiera alcanzan a comer o a recorrer la ciudad. Es como si no pasaran por acá. Caminan un poco y eso es todo. Y claro… mientras caminan, algunos vendedores se acercan e intentan ofrecerles algo. Algún recuerdo, una postal… cualquier cosa. La situación es siempre la misma y a mí, por lo menos, me resulta molesta. De hecho, ya debo llevar unos doce años observándola. Sí… por lo menos doce años. Y es que el primer dedo, según recuerdo, es de ese entonces. Se lo corté a un niño esa vez, en el baño de un local del puerto. No el dedo completo, pero algo así como una falange. Hubo gran alboroto esa vez, por eso ya no escojo niños. No es que sea peligroso, pues con el crucero a punto de partir y los problemas de idioma, nunca se termina formalizando una denuncia. Ni siquiera investigan, incluso, si haces los cortes saltándote varias semanas entre ellos. La única vez que casi me descubren fue porque me costó mucho separar un dedo. Se quedó enganchado como en unos ligamentos y no se quería desprender. Era el de un señor de edad, si mi memoria no me falla. Durante los primeros años anotaba de quiénes eran y hasta fechas, pero después se iban directo a una bolsa y de ahí al freezer. De hecho, si uno mira, no se nota que son dedos. Aunque claro, los turistas deben notarlo. Envuelven su herida de inmediato y a veces hasta hacen pequeños torniquetes. Luego se dedican un rato a buscar el dedo. Nunca lo encuentran, por supuesto.  Finalmente vuelven a subir al barco. Nunca se olvidan de este lugar, eso sí. Y es que esos dedos, de cierta forma, aseguran el recuerdo. Los turistas se vuelven reales, incluso, de esa forma. Me refiero a que dejan de ser espectros, los que pasan por aquí. Los que se bajan del barco. O del crucero, más bien, para ser exacto. Supongo que se entiende.

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