lunes, 28 de septiembre de 2015

Un perro que toca el violín.


Me senté a leer mientras se desocupaba el metro.

Siempre hacía lo mismo.

Me iba hasta el lugar menos lleno de la estación
y sacaba algún libro.

Luego intentaba leer.

Fue así que me percaté de una de las mayores atracciones
que tiene hoy en día el metro de Santiago:

Un perro que toca el violín.

Casi  nadie se da cuenta que es un perro,
pero yo leía cerca de él
y pude, a simple vista, 
comprobarlo.

No toca muy bien que digamos,
pero es un perro,
así que podía disculparse.

De hecho, si lo pensamos,
la mayoría de los humanos
ni siquiera sabemos tocar.

Fui así que de a poco,
tras pasar los días,
fui acercándome cada vez más
hasta el perro
que tocaba el violín.

Y así, quién sabe si de ocioso,
comencé a darle vueltas a la idea 
de la supuesta “naturaleza del perro”,
por lo mismo,
el verlo tocar 
me pareció entonces
un hecho que atentaba contra lo que era
el supuesto sí mismo
de aquel animal.

Idee entonces un plan que consistía
en devolverle cierta dosis de perrunidad
al ejecutante ese
de violín.

Así, por ejemplo,
me dediqué a tirar palos cerca de su lugar,
o hasta me conseguí un gato
para pasearlo cerca de donde se ubicaba
para ver si lo atacaba.

Nada de esto, sin embargo, 
dio resultado.

De hecho, 
me pareció notar incluso
que la ejecución del perro, como violinista,
iba mejorando
con el paso del tiempo.,

Decidí así,
que era mejor hablarle.

¿Qué tal la humanidad?,
le dije un día.

Pero el perro no respondió.

Por lo mismo me decidí al día siguiente
realizar la prueba de fuego,
llevándole algún hueso.

Fui hasta una carnicería de barrio
y pedí el mejor hueso que tuvieran
para llevárselo.

De esta forma, me acerqué hasta él,
y como no me tomaba en cuenta,
le quité el violín de su patas
y le acerqué directamente el hueso.

Entonces lo miré mejor.

No tocó el hueso, por supuesto,
y simplemente volvió, tranquilo,
a tocar el violín.

Yo, en tanto,
avergonzado,
recogí el hueso
y fui a buscar un poco de tierra
para enterrarlo.

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