lunes, 8 de junio de 2015

Muertos que no flotan.


Te enseñan que los muertos flotan.

Sus cuerpos se hinchan.

La textura, endurecida, ya no parece piel humana.

A veces llega uno hasta una orilla.

Otros, se golpean semanas, contra las rocas.

Las gaviotas, atentas, les arrancan los ojos y luego los dejan.

Solo si encallan y nadie los recoge, les comienzan a picotear el cuerpo.

Quizá por eso –por saber eso, me refiero-, fue tan extraño encontrarlo bajo el agua.

El primero fue F.

Luego bajé yo.

Ese es un muerto que no flota, nos dijimos.

Y es que era imposible no pensar que aquello era en realidad un muerto.

La forma.

La textura.

Los dedos que ya se deshacían, en la punta de sus extremidades.

Una vez F. salió de la profundidad con un mechón de pelo.

Intentamos llevar a otros, pero nadie nos creyó.

Nos exigían una mano, una oreja, o hasta la cabeza entera, para confiar en nuestra historia.

Por lo mismo, F. quería llevar algo, pero finalmente lo convencí que no.

Así, pasaron los días, y el muerto que no flotaba quedó ahí.

Bajo el agua.

Cerca de unas rocas.

Con los años, recién vine a pensar que tal vez ese hombre estaba vivo.

Bajo del agua y todo, pero vivo.

Y es que los muertos flotaban, después de todo.

F. flotó, por ejemplo, años más tarde.

Pero claro, esa es otra historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog

Datos personales