viernes, 18 de mayo de 2018

Una verdad mínima.


Me dijo su nombre, pero no le creí. La observé bien cuando lo dijo y yo creí tener razones. Señales, más bien. Tono de voz. Miradas. Movimientos. Ese tipo de señales. Entonces le pedí alguna identificación. Algo que corroborara su versión. Ella abrió un bolso y encontró algunas cosas. Carnet. Unas cartas. Más papeles. Todo estaba bien en ellos. Parecía estarlo, me refiero. Pero claro, ella seguía nerviosa y yo no soy estúpido. Rompí entonces sus papeles. Presioné un poco. Ella resistía bien. Repetía la misma historia y me obligaba a realizar un interrogatorio más firme. Pasaron horas. Luego días. Tres días, para ser exacto. Solo al quemar su piel reconoció por primera vez que había mentido. No fue específica porque se desmayó igualmente, pero al menos ya había confesado. Solo en parte digamos, pero algo había confesado. Me afectó verla en ese estado. Entonces intenté ser más blando, pero volvió a mentir. Dijo que admitió haber mentido por el dolor. Que admitió haber mentido, pero que no era cierto. No le creí, por supuesto. Además su explicación resultaba contradictoria. Equivoqué la estrategia al ser más blando, por supuesto. Volví entonces a utilizar medidas extremas. Revisé un manual, incluso, con técnicas efectivas. Solo quería un nombre, no entendía por qué resistía de esa forma. Se lo dije varias veces. Ya sé quién eres, le dije. Ahora quiero un nombre. Una palabra servía. Se lo supliqué casi. Una verdad mínima, quería. Algo en que poder creer, para dar el primer paso. No ocurrió esto finalmente. Lamentablemente no ocurrió. No es algo de lo que alguien deba enorgullecerse. Ocurrió de esa forma, simplemente. Pasó lo que tenía que pasar, como decían antaño. Yo solo quería una verdad mínima. Esa es toda la historia.

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