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Padezco de ballet,
dijo Emilia Nosecuanto
dijo Emilia Nosecuanto
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Hay días en que todo debiese ser sencillo. En que los cuestionamientos o preguntas queden en silencio como si se tratase de un día festivo y decidiéramos darle descanso a aquellas inquietudes que a veces se le cuelgan a uno como pesados adornos navideños.
Días en que pudiésemos localizar el interruptor que nos lleva a vivir sin necesidad de argumentar o justificar cada una de nuestras acciones.
Pero busco y busco y no pillo interruptor alguno. Y el pecho se enreda y se me anuda a cada rato así que a veces decido mentir y decir que existen días en que todo debiese ser sencillo, para que entre un poco de aire y uno pueda al menos articular nuevamente algunas frases.
Porque al final se trata de eso: de mentir de otras formas. Maneras que permitan respirar un poco más y hasta aguantar un par de días.
Pero bueno... supongo que algo debe cambiar de todo aquello.
Y claro, te dicen que no, que así está bien… y forjas quizá nuevas amistades y no te das cuenta que lo que haces es también ser un poco cobarde, conformarte con aquello que te ofrecen, y hasta luchar por aquello, o alegrarte por migajas.
Y no: no quiero migajas. Ni tampoco días sencillos donde uno aprete un interruptor como para no darse cuenta. Escupo en el amor-opio, en el amor-morfina, y prefiero el reverso cuyo nombre me lo guardo para mí como si apretase brasas.
Y sí, es cierto, a veces me repito que no se pueda vivir así, ¿pero saben? No puedo vivir tampoco de otra forma. Y créanme que no lo digo con orgullo sino con la certeza amarga de no poder hacerlo.
Y es que un día vamos a sentir el dolor de un árbol al entregar sus frutos al suelo, o el del agua que brota desde una piedra sin que se acerquen a beberla… la voz del amor desperdiciado, del dios sacrificado por nada, la voz de la vida que se dejó pasar, de los hijos que no tuvimos…
Y algunos dirán que es tarde y tendrán miedo de arrepentirse, y ni siquiera entonces, seremos capaces de ver realmente nuestra cobardía.
Sí, cobardía.
Esa es la palabra, que nos viene a todos.
Días en que pudiésemos localizar el interruptor que nos lleva a vivir sin necesidad de argumentar o justificar cada una de nuestras acciones.
Pero busco y busco y no pillo interruptor alguno. Y el pecho se enreda y se me anuda a cada rato así que a veces decido mentir y decir que existen días en que todo debiese ser sencillo, para que entre un poco de aire y uno pueda al menos articular nuevamente algunas frases.
Porque al final se trata de eso: de mentir de otras formas. Maneras que permitan respirar un poco más y hasta aguantar un par de días.
Pero bueno... supongo que algo debe cambiar de todo aquello.
Y claro, te dicen que no, que así está bien… y forjas quizá nuevas amistades y no te das cuenta que lo que haces es también ser un poco cobarde, conformarte con aquello que te ofrecen, y hasta luchar por aquello, o alegrarte por migajas.
Y no: no quiero migajas. Ni tampoco días sencillos donde uno aprete un interruptor como para no darse cuenta. Escupo en el amor-opio, en el amor-morfina, y prefiero el reverso cuyo nombre me lo guardo para mí como si apretase brasas.
Y sí, es cierto, a veces me repito que no se pueda vivir así, ¿pero saben? No puedo vivir tampoco de otra forma. Y créanme que no lo digo con orgullo sino con la certeza amarga de no poder hacerlo.
Y es que un día vamos a sentir el dolor de un árbol al entregar sus frutos al suelo, o el del agua que brota desde una piedra sin que se acerquen a beberla… la voz del amor desperdiciado, del dios sacrificado por nada, la voz de la vida que se dejó pasar, de los hijos que no tuvimos…
Y algunos dirán que es tarde y tendrán miedo de arrepentirse, y ni siquiera entonces, seremos capaces de ver realmente nuestra cobardía.
Sí, cobardía.
Esa es la palabra, que nos viene a todos.
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