jueves, 9 de diciembre de 2010

Erick Satie y el origen de la música invisible.

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I.

Supongo que existen objetivos válidos. Propósitos que nos llevan a actuar de una u otra forma y que pueden servir como argumento o base que permite sostener y/o justificar dichas acciones.

Sin embargo, también existen una serie de acciones -quien sabe si la mayoría de las que realizamos-, que parecen poner en evidencia su falta absoluta de objetivos.

En este sentido -aclaro-, entiendo como objetivo válido aquel que existe previamente a la acción realizada, de forma consciente, y que entiende a la acción como un medio para alcanzar dicho objetivo. Es decir, el objetivo válido es aquel que transforma nuestras acciones en trayectoria, determinada a partir de un propósito previo.

Ahora bien, esto de entender las acciones como trayectoria, no es aplicable por supuesto a todas nuestras acciones -ni pretendo proponer en modo alguno que así debiese ser-, sino que son algunas de ellas las que pueden sen consideradas como pertenecientes a este conjunto.

Aclaro esto porque lo que me interesa acá es algo más bien específico. Algo referido a cierto estilo de música cuya naturaleza no es clasificable dentro de los parámetros anteriores. Una música que no tiene un objetivo "funcional" (como las músicas para), pero que tampoco puede decirse que no tenga objetivo alguno.

Propongo por lo tanto, que hablemos al acercarnos a esta música, como de una acción que es resultado de un antipropósito, por tanto que no hay nada luego de su trayectoria salvo la desaparición de la huella de su propia trayectoria.

Es decir, una música cuyo objetivo -o antiobjetivo-es similar al de alguien que camina con la única intención de borrar sus huellas. Como si transformáramos un cero en otro cero, con la salvedad que entre ambos existe una trayectoria borrada, una herida que no dejó cicatriz.

Algo, en definitiva, que de cierta forma es nada, aunque de otra forma -coexistente-, no lo es.

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II.

A aquello específico a lo que me refiero es a un tipo de sonido que acostumbramos asociar a la música ambiental. Aquella que escuchamos mientras hacemos una fila, o en una sala de espera, o mientras visitamos una vivienda piloto.

No me refiero sin embargo a una música "para relajar", o una versión orquestada de un tema que nos llama a rememorar otras creaciones, sino a una música que busca ser parte de un ambiente, pero a la vez, pasar desapercibida... o en palabras de Erick Satie, una música de amoblamiento. Una música mueble. Hecha para estar, para permanecer, para ocultarse a sí misma.

Y es que estoy seguro que si Satie se dignara a responder qué hay dentro de aquel mueble, el músico no dudaría en decir que aquella creación se contiene a sí misma. Y a nada más.

Con esto, entramos de lleno en una de las propuestas musicales "creadas" por Satie. Una propuesta que buscaba conseguir una música que, principalemente a partir de repeticiones, lograse cambiar la percepción del receptor, hasta el punto que éste no sea consciente que la está escuchando, y a la vez, sin que dicha música tenga repercusión en el estado anímico de dicho receptor.

Estas ideas de Satie, asociadas por supuesto a sólo una rama de sus creaciones, y recogidas en el magnífico artículo de Otto Wingarden, Satie y el desvanecimiento de la identidad, -aunque la correcta traducción sería "la caída en sí misma" de la identidad- viene a distanciar el propósito (antipropósito) de sus creaciones, de aquellos objetivos que sí pueden ser considerados válidos -según lo que planteábamos en un inicio de la entrada- que persiguen otro tipo de creaciones formalmente similares como la música denominada muzak, o las distintas experimentaciones realizadas por Brian Eno, en especial las recopiladas en Música para aeropuertos, y otros discos similares.

En otras palabras, lo que diferenciaría las creaciones de Satie de, por ejemplo, algunas de las obras de Eno, sería simplemente el entender esta última música como trayectoria, pues formalmente -al menos si nos fijamos en su estructura a base a repeticiones- las dos obras parecer estar diseñadas siguiendo los mismos patrones.

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III.

A esta última conclusión le doy vueltas mientras intento comprender cómo la voluntad de Satie -la de anular y transformar a cero estas creaciones- puede verse reflejada en aquellas creaciones y cómo, desde el receptor, podemos o no "obedecer" este tácito mandato de dejar de percibir algo, a la vez que nuestro organismo anula cualquier tipo de reacción sensitiva ante ese algo.

Y es en este terreno de la no sensación, de la desilusión -en todo su significado- donde términos como postmodernidad y otros tantos que intentan dar cuenta teórica de los fenómenos sensitivos que gobiernan nuestro mundo, parecen acoger y compartir un sentido mayor, y casi nos invitan a pensar en nuestra propia experiencia como una acción en la cual vamos borrando nuestras propias huellas, reciclándonos, haciéndonos invisibles.

Podríamos discutir al respecto, podrían decirme que se trata de una visión negativa y pesimista de una serie de acciones que justamente van en una dirección contraria... pero por lo mismo, les pido que lo entiendan bien: esta música invisible de la que hablaba Satie, y esta vida invisible a la que me refiero, son en realidad un único mueble. Uno que no niega sus acciones sino que sumando y restando direcciones y acciones que sí pueden asociarse a un objetivo válido, termina por arrojar como resultado final un nuevo cero. Uno que no es el mismo del inicio -como decíamos en un momento anterior-, pero que no por eso deja de ser cero... y uno bien redondito, aunque nos pese.

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IV.

Tras morir Satie, en 1925, algunos amigos se animaron a entrar en el cuarto en que vivió el músico por más de 25 años y en el que ninguna persona -salvo Satie, por supuesto-, había ingresado en todo aquel tiempo.

Y es en ese mundo inexplorado -lleno de paraguas sin uso, de cartas nunca abiertas y/o nunca enviadas, de dibujos y anuncios que publicaba en los periódicos sobre edificios que nunca existieron, y de un piano que no se utilizaba desde hacía al menos 20 años...- fue ahí, decía, donde junto a un gran número de otras piezas que se creían perdidas o que simplemente se desconocía su existencia, se encontraron dispersas aquellas ideas de la música invisible, esa que -al igual que aquella parte de su vida que existía al interior de ese cuarto-, buscaba reducir a cero, metódica, aunque infructuosamente, al no borrar definitivamente aquellas huellas.
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Por último, antes de dormir, pienso en todas aquellas acciones invisibles que día a día están destinadas a borrarse a sí mismas: saludos, cortesías, la lista pasada por el profesor a sus alumnos... y bueno, hasta el amor, aunque no nos guste reconocerlo.

Y sí, me salté la literatura actual y tantas otras cosas... pero haga usted sus propias listas, querido lector, y déjeme dormir un par de horas.
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