I.
Bajo el hielo, agua, me dijo.
Y luego, bajo el agua, más hielo.
Movía las manos, mientras me explicaba.
Como un sándwich de hielo relleno de agua, agregó, sonriendo.
Yo asentí.
Ni siquiera sabía de qué hablaba, pero asentí.
Él se percató, al parecer.
Se percató que no entendía, quiero decir.
No te preocupes, me dijo.
Luego me palmeó la espalda, como si me diese ánimos.
Igual entenderlo no sirve de nada.
II.
Siempre llegaba con cosas así.
Explicando cosas extrañas, me refiero.
Ni siquiera hablaba bien español, pero supongo que se hacía entender.
No comprender, necesariamente, pero sí entender.
Eso le dije una vez, luego de una de sus clases.
Entiendo lo que dices, fue lo que le dije.
Palabra por palabra, pero nada más.
III.
¿Sabes qué son?, me preguntó una vez.
Él hablaba de las palabras, por cierto.
¿Qué crees que son?, repitió.
¿Son hielo o son agua?
Yo lo pensé un poco, pero no me decidí.
O no de forma segura, al menos.
Son hielo, le dije, luego de un rato.
Planchas de hielo, probablemente.
Él me miró extrañado.
En silencio.
No puedes sostenerlas, porque te dañas las manos, le dije.
Es cierto, señaló.
Y tampoco es que sepas bien para qué sirven.
Yo asentí.
Bajo el hielo, el agua, dijo ahora.
Y luego, lentamente, dijo un par de cosas más.
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