“Odiams ls csas slo pq vems en ells
elemnts q odiams secretmt en nstros”
L. M.
Se ve molesto. Casi siempre se pone así cuando decide hablar de algunas cosas. Cambia el tema de la nada y de pronto comienza a hablar y se enoja, volviéndose torpe al explicar.
-Los calendarios, por ejemplo -dijo esta vez-. No me gustan. A veces, incluso, los detesto. No es por los números en todo caso. Tampoco por la rutina que supone el paso y la organización del tiempo. Si fuese así me molestarían los relojes, y ellos en realidad, me agradan. Hasta es posible que en ocasiones me tranquilice verlos. Hablo de los relojes analógicos, en todo caso. Los con manecillas o agujas o como les digan a los palitos esos. Y es que resulta agradable verlos girar. Todo el tiempo, quiero decir. Y a distintas velocidades cada uno. Sí… me gusta ver a esos palillos pasearse por entre números sabiendo que son ellos, y su movimiento, los verdaderamente importantes.
Hizo una pausa. Me pareció de pronto más alegre, pero luego retomó su molestia habitual.
-En cambio los calendarios –siguió-, son claramente despreciables. Están quietos ahí, inútiles. Cifras breves ordenadas en filas y columnas. Signos muertos. No son nada por sí mismos, quiero decir. Son mentiras hechas número, nada más. Habría que romperlos, digo yo. Arrancarlos de donde estén y arrojarlos a la basura. No anular los días, en todo caso, pero sí los números. A lo más dejar el año…
-O ponerles manecillas –le digo-, como a los relojes. A lo mejor un segundo dial atrás de los números de las horas, y una nueva manecilla para marcar el día y…
-¡Soluciones de mierda! –exclamó entonces, interrumpiéndome-. ¡Quién quiere soluciones! Despreciarlos y romperlos está bien. No hay necesidad de buscarle otra salida, si al final son solo calendarios, cosas…
-Pero tal vez… -intenté decir.
-¡Pero nada, hueón! –me lanzó-. Déjalo así nada más. ¡Y termina de paso este texto de una vez!
Respiré hondo.
-De acuerdo -le dije.
Y eso hice.
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