J. estaba en una estación de metro. En una estación terminal. Debía hacer tiempo para reunirse con una compañera de trabajo que se había atrasado unos minutos. Por eso, mientras esperaba, comenzó a fijarse en el lugar.
Observó, por ejemplo, que el tren en este caso no se cambiaba de rail. Llegaba hasta la última estación y luego, simplemente, el conductor salía de la cabina de comandos de un extremo y caminaba hasta llegar a la cabina del otro. Así, si un pasajero se quedaba dentro de su vagón, no debía realmente hacer nada. Es decir, podía permanecer en su mismo lugar y momentos después iría en la otra dirección. Como una imagen en retroceso, nada más, solo que con el tiempo avanzando en el orden correcto. Era algo simple, por supuesto, pero a J. le pareció extraño. Incluso misterioso. Como si todo aquello fuese un símbolo que no lograba comprender.
Mientras pensaba en esto, pasó algo así como un minuto. O dos, máximo. Entonces observó al conductor. Detenidamente, me refiero. Como si en él estuviese la clave. El conductor era un adulto bastante joven, que avanzaba distraído, mirando su celular.
No sabe lo que hace, se dijo J. Probablemente no sabe la importancia de lo que hace.
Justo entonces, sin embargo, el conductor volteó y miró a J. Fijamente, pero sin dejar de caminar. Como si hubiese escuchado sus pensamientos. Como si bajo cierta complicidad le respondiese que sí sabía, pero fingía. Un poco como todos.
De un extremo a otro, simplemente, se dijo ahora J. Y poco más.
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