jueves, 7 de diciembre de 2017

Concurso de caligrafía.


El único premio que ganó, de pequeña, lo obtuvo en un  concurso de caligrafía.

En esa oportunidad, le dieron una medalla y un diploma que sus padres enmarcaron y colgaron en el comedor, al lado de una foto de su abuela y el retrato de un tío que nunca conoció y que -según podía deducir por su uniforme-, había servido en el ejército.

Se sintió orgullosa durante años, principalmente cuando recibían visitas y alguien se fijaba en sus distinciones y entonces hablaban del concurso y hasta en algunas ocasiones le pedían que escribiese alguna cosa.

Lamentablemente, fue en esas mismas ocasiones cuando comenzaron a surgir las primeras dudas. Y es que al momento de escribir algo, por ejemplo, siempre tenía dificultad por decidir qué frase sería la adecuada… y terminaba casi siempre, en esas oportunidades, escribiendo su nombre.

No es que la letra saliera mal –de hecho todos aplaudían su hermosa caligrafía y hasta a veces le pedían que les regalara el escrito-, sino que el sentir que no tenía nada especial que escribir, salvo su nombre, comenzó a hacerla dudar sobre la importancia de aquel premio.

Por otro lado se fijó también que su diploma, estaba en realidad al lado de una mujer muerta y de un tío cuyo mayor acto heroico, había sido morir porque no se le abrió el paracaídas, mientras realizaba un entrenamiento.

Fue entonces que, un día en que sus padres habían salido de casa, sacó de su lugar el diploma y la medalla y los fue a botar al basurero de la plaza, para que nadie pudiese encontrarlos.

Esa noche, por cierto, tras llorar un poco, se levantó a escondidas y fue hasta la plaza y se detuvo a mirar el basurero donde estaban su medalla y su diploma.

Fue en esa posición que la encontré, cuando la conocí, y me acerqué hasta ella para preguntarle su nombre.

Ella, sin embargo, en vez de decirlo, prefirió contarme esta historia, antes de regresar a casa.

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