viernes, 14 de julio de 2017

Vergüenza.


Me cuesta ser honesto.

Me avergüenza ser honesto.

Decir por ejemplo que a dos cuadras de acá mataron a un tipo hace unos días.

Son cosas que evito hablar porque me superan largamente.

Desde entonces, sin embargo, voy caminando hasta el lugar y me detengo.

Sé que lo golpearon ahí, junto a la calzada, porque supuestamente había robado un celular.

Lo leí en una noticia de dos o tres párrafos.

Lo golpearon y quedó ahí, tirado.

Lo mató la gente, decía la noticia.

Estos mismos que caminan por aquí.

Los que caminamos por aquí.

Lo matamos.

No me avergüenza su muerte, sin embargo.

Duele decirlo, pero es cierto.

Me avergüenza algo que va más allá de esa muerte.

Algo que existe aunque esa muerte no hubiese llegado a ocurrir.

Y es que me avergüenza, finalmente, la vida que llevamos.

Lo que no hacemos.

Lo que no decimos.

Lo que no amamos.

El precio al que vendemos nuestro tiempo.

El sonido de una risa por algo que no tuvo gracia alguna.

El cuerpo entregado por pura tibieza.

Me avergüenza aquello que llamamos amor.

Me avergüenza aquello que llamamos felicidad.

Me avergüenza aquello que llamamos Dios.

Ojalá usted sea la excepción.

Sinceramente espero que usted sea la excepción.

Yo, al menos, no lo soy.

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