viernes, 22 de enero de 2016

Harina.


Cargamos el camión con sacos de harina.

Trabajamos unas pocas horas, en la mañana, antes de que el calor fuese más fuerte.

Lo difícil es balancear el camión, mantener el equilibrio.

No es tan fácil como poner la misma cantidad de sacos en cada lado, me dicen.

El equilibrio no es tan fácil, aprendo.

Apenas terminamos el trabajo tomamos desayuno.

Preparamos huevos con cebolla y nos traen pan amasado.

Todos estamos bajo una fina capa blanca, como fantasmas de tv.

Nos sentamos frente a una mesa que está en medio de los arboles.

Entonces, uno de ellos comenta que le gusta trabajar con harina.

Dice que prefiere cargar sacos de harina a otros de cualquier otra sustancia.

No lo dice así, claro, pero eso es más o menos lo que dice.

Da la impresión de valorar la pureza… la simpleza de la harina.

Como si estar bajo ese polvo se tratase en realidad de una invasión breve, pienso yo… de un contacto frágil que esa misma harina establece con nosotros, me digo.

Y claro, todos escuchamos las ideas de ese hombre.

También tomamos café y picamos un par de ají verdes, que revolvemos con los huevos.

El agua ensucia a la harina, agrega entonces el hombre, como una conclusión.

La vuelve pegajosa.

El agua no es tan buena como nos cuentan, resumo.

El agua le quita la pureza.

Le quedo dando vueltas al asunto y trato de comprender la sensación de ese hombre por la harina.

Entonces otro hombre comenta que nosotros mismos, somos mayormente agua.

Pues también estamos sucios, dice el primero.

Algunos ríen.

Terminamos los huevos.

Nos servimos más café.

No lo digo, pero pienso que tal vez sea cierto que pase lo mismo con nosotros.

Tal vez deshidratados seamos puros, me digo.

Tras terminar el nuevo café comprobamos nuevamente el equilibrio del camión.

Uno de los hombres me golpea la espalda y me sacude la harina.

Parece que usted piensa mucho, me dice.

Disculpe, digo yo.

Y es profundamente cierto, que lo lamento.

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