I.
Varias veces lo escuché plantear la idea esa.
La de los libros sin tapas.
Decía que así debían ser.
Sin tapas, sin reseñas, sin prólogos ni estudios y sin comentario alguno, decía.
Solo el libro mismo, del inicio al fin.
Sin referencias.
Como el mundo antes de los hombres.
II.
¿Te imaginas una biblioteca así?, me preguntó, en una ocasión.
No en repisas, necesariamente, pero un montón de libros así, reunidos.
Yo intenté imaginarlo.
¿Sin tapas y así como tú explicabas?, pregunté.
Él asintió.
Se deteriorarían fácilmente, dije, luego de un rato.
Él sonrió.
Eso no es malo, dijo.
III.
Cuando hablaba de estas cosas me trataba con condescendencia, y eso me molestaba.
No mucho, pero me llevaba a tomar cierta distancia y a guardar mis verdaderas opiniones.
Me limitaba a contestar con preguntas y observaciones breves.
¿Tampoco tendrían el nombre el autor?, le decía, por ejemplo.
Tampoco, me contestaba.
IV.
Finalmente, un día en que sacó el tema, le dije que no dilatara más la propuesta.
Comencemos por esos libros, señalé, apuntando a los que estaban en una repisa.
De acuerdo, contestó.
Entonces, él tomó un libro y yo tomé otro.
Pensé que se iba a detener, pero le arrancó las tapas al suyo, con cuidado, y unas cuantas páginas, además, en cada extremo.
Ahora sí está limpio, comentó.
Puede ser leído de forma pura.
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