Ella fue de vacaciones a uno de esos países lejanos y exóticos y compró un objeto que le dijeron era un ídolo.
Era una especie de escultura de madera con una apariencia levemente humana, que envolvió entre sus ropas al interior de la maleta y que, tras regresar, fue ubicada sobre un mueble, en el living de su casa.
Luego de unos meses, sin embargo, la presencia del ídolo la incomodó, y un día en que ordenaba algunas cosas, terminó guardando al ídolo en una bolsa de tela, que días después llevó al trabajo.
Allá sacó al ídolo de la bolsa y se lo ofreció como regalo a una compañera, que lo observó algo desconfiada.
-Tal vez sea mejor que le busquemos un sitio aquí, en el trabajo, -señaló la compañera, sin rechazarlo completamente.
Ese mismo día, antes de irse, lo dejaron sobre un pequeño mueble, en un pasillo, que comunicaba las oficinas con el baño y una sala de reunión.
-No creo que moleste a nadie –comentaron.
Meses después, el ídolo seguía ahí, sobre el mueble, sin que nadie hubiese preguntado por él, ni hubiese hecho cuestionamiento alguno.
-Es raro -dijo ella, mientras me contaba la historia-. A veces cuando paso por el pasillo recuerdo que está ahí e intento no mirarlo. Me asusta porque no sé qué tipo de ídolo es, por qué lo compré, por qué lo saqué de casa ni por qué ahora está ahí, en el pasillo ese, donde trabajo.
-¿Y sabes acaso por qué trabajas ahí? –le dije-, ¿o por qué estamos reunidos ahora o por qué me cuentas esta historia?
Ella no contestó.
-Pues ya ves que no hay de qué asustarse –le dije, intentando calmarla-. Siempre faltan respuestas cuando uno se hace preguntas.
Ella me observó entonces, en silencio, como si no hubiese sido capaz de comprenderla.
-Ese ídolo nos está usando –dijo, luego de un rato.
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