miércoles, 11 de mayo de 2016

Para qué está vivo ese perro.


No por qué. Eso es fácil. Yo ya pasé esa etapa. Ahora estoy en la edad de los para qué. Y ni siquiera me doy el trabajo de separar en líneas. Me cansé de invitar y ahora prefiero hasta poner dificultades en la entrada. Ampliar los requisitos. Subir los impuestos, digamos, aunque la ciudad quede vacía. Así, los impuestos son ahora los para qué. La forma es simple y dice así: Usted quiere entrar y yo los lanzo. Para qué quiere entrar, por ejemplo. Para qué está acá. O para qué está vivo ese perro, si intentamos aprovechar la escenografía. Aclaro sin embargo que no son preguntas retóricas para lanzar la respuesta hacia el final, como un salvavidas. Puede usted retirarse, de hecho, si no las sabe. Salir de acá tranquilamente. Prefiero que lo haga, incluso. Además no quiero engañar. Y es que las respuestas a los para qué terminan siempre siendo propias. Y a veces ni esas se tienen. De hecho, pensé por un momento en dar ejemplos, pero al final desistí. Para qué, después de todo, me dije. No por qué, sino para qué. No la causa, sino la finalidad. Observe a ese hombre en medio de la ciudad vacía, por ejemplo. U oiga los ladridos de ese perro. Sáltese ahora las preguntas intermedias y no tenga miedo. Para qué está vivo ese perro, pregúntese. Vaya al grano. Sepa entonces o no sepa. Y ya está.

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