“Todo lo que oliera a corrupción
lo llenaba de una esperanza salvaje”
G. O.
Supuestamente L. mata a P.
Lo recoge cuando aún se encuentra medio vivo en la
orilla de un río.
Lo acerca a la orilla con un palo que logra sujetar
entre sus ropas.
P. tiene el cuerpo hinchado y ha tomado un color
extraño.
L. le quita la ropa.
No encuentra nada de valor entre ellas.
Le deja puesto un calzoncillo y una polera que
llevaba bajo la camisa y lo extiende sobre unas rocas.
P. queda así, tendido cerca del río.
Recién entonces L. se da cuenta que P. todavía sigue vivo.
Bota un poco de agua por la boca y tiene ligeros
espasmos.
L. piensa qué hacer.
No se desespera.
No siente obligación alguna.
Al juez le dirá que nunca pensó que P. iba a
permanecer con vida.
No estaba
medio vivo sino que medio muerto, dirá L.
Por otro lado, lo de las heridas que le hizo
pinchándolo con un palo, intenta explicarlas como fruto de los nervios.
Como cuando un niño le arranca los ojos a un
pescado, pensará L., pero guardará silencio.
El juez escucha a los abogados y les propone llegar
a un acuerdo.
Esto no es
asesinato, les dice.
No voy a
secar a este tipo.
Entonces L. y su abogado conversan sobre las posibles
penas.
Él ya estaba
medio muerto, insiste L.
Ni siquiera
me pidió ayuda.
Su abogado no lo escucha.
Escribe cosas en su celular y luego contesta una
llamada.
Dios también
te deja morir, incluso cuando le rezas, insiste L.
Media hora después los abogados ya tienen un
acuerdo.
Un año con posibilidad de seis meses, le explican a
L.
Es lo mejor que puede obtener, sin duda.
L. piensa en discutir, pero sabe que en el fondo,
es una pena simbólica.
Además, si vuelven a revisar el cuerpo pueden
encontrar otras cosas.
Así, mientras el juez oficializa la sentencia, L.
recuerda el olor del cuerpo de P.
De hecho, cuando lo hacen ponerse de pie, L. se percata que tiene
una erección.
Seis meses,
piensa L.
Seis meses y
estoy limpio.
Que pase ahora lo que tiene que pasar.
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