viernes, 27 de junio de 2025

Lo que tengo que sentir, lo siento.


Lo que tengo que sentir, lo siento.

A veces pienso que alguien lo dictó así.

Y es que no llegamos al interruptor
que nos permite dejar de hacerlo.

Por eso sentimos, me refiero,
aunque a veces no queramos.

Y sentimos –aunque intentemos cambiarlo-,
solo aquello que tenemos que sentir.


No sé, sin embargo,
si debo maldecir o agradecer
por esto que ocurre.

Y no confío en mis sensaciones, por supuesto,
para determinar (desde ellas)
algo al respecto.


Acepto esto, entonces,
como se aceptan las estaciones del año.

Como aceptamos nacer, incluso.

O como se acepta la noche, cada noche,
y luego también,
su partida.


Está bien, me digo, cuando no sé qué más decirme.

Y luego intento no decir, pues sospecho que ese es,
a fin de cuentas,
el origen del problema.

Mientras más palabras más sensaciones, me refiero.

Y tengo miedo que de tanto hablar y aprender palabras,
termine por escuchar el sonido que hace el mundo
mientras gira.


Yo, en cambio, hago cada vez menos ruido.

Y cuando digo yo, por cierto,
no hablo de mi voz,
sino de mi naturaleza.

Esa que existe ahí (allá dentro)
como una cosa distante.

Que no ha dejado, 
sin embargo,
de brillar.

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