jueves, 26 de junio de 2025

Cuerdas.


F. tenía una cuerda para hacer nudos.

La llevaba siempre en un bolsillo.

No eran nudos con alguna utilidad determinada, sino que los hacía y deshacía mientras estaba en otras cosas.

Sabía hacerlos.

Conocía sus nombres y tenía la técnica adecuada.

A veces le pedías que te mostrara qué estaba haciendo y F. lo sacaba del bolsillo, para enseñártelo.

Este es un nudo margarita, decía entonces, o un nudo prusik, y luego te los explicaba.

Era amable, en este sentido.

No parecía tener secretos.

Descubrimos, sin embargo, años después, que en otro bolsillo andaba con una cuerda diferente.

Una cerrada en ambas puntas.

O unida, más bien.

Una cuerda sin principio ni fin, digamos.

Y claro, resulta que también hacía nudos con esa cuerda.

Nudos más serios, aparentemente, o que encerraban algo más serio o complejo, a los que no nos dio acceso.

Por eso, molestos, encaramos a F., reclamándole por esta exclusión que nos parecía injusta, y que buscábamos comprender.

F., escuchó nuestros reclamos en silencio.

Entonces cambió su actitud y hasta su postura, mientras nos escuchaba.

Respiró hondo cuando terminamos de hablar.

Luego, expuso por al menos diez minutos una serie de confusas explicaciones utilizando términos complejos, de los cuáles no habíamos escuchado hablar.

Isotopía del ambiente, recuerdo, fue uno de ellos.

Una vez terminó de hablar, arrojjó las cuerdas que llevaba en su bolsillo y simplemente se marchó.

Yo, observé las cuerdas en el piso y pensé qué significaban.

Nunca volvimos a ver a F.

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