viernes, 26 de marzo de 2010

Variación sobre un tema de De Amicis y un poco de agua para mojarse la cara.

Para ordenar la biblioteca también boto cosas que voy encontrando entre los libros. Y hago espacio. Y me encuentro por ejemplo con una agenda de un colegio al que asistí 19 años de mi vida. Y nos es que haya repetido tantas veces, sino que trabajé siete años en el mismo colegio en que estudié. Con todo lo bueno y malo que eso implica. Hacia el último año (bueno, dos años ya), tenía todo el deseo que me echaran. Lo necesitaba de cierta forma. Y que me indemnizaran obviamente, pensaba. No por la plata, claro está, si me interesara la plata habría estudiado otra cosa, o trabajado en otro lado.
El punto es que quería que me echaran ellos y no renunciar porque ese dinero significaba un año en que podía escribir, un año en que podría compartir mejor con mi hijo y con quienes me había alejado demasiado, creía. Pero bueno, sobre todo escribir, lo demás igual podía hacerse con más voluntad y menos tiempo.
A su vez, escribir, era también darse, era entregarle algo a los otros (al igual que en clases, cuando se logra llegar a lo importante) y sí, debo reconocerlo, también para darme algo mejor a mí mismo. Pero esto último también tenía otro propósito, quería estar mejor y más alegre, principalmente por mi pareja, quería tener la posibilidad de estar juntos, (cosa que se hacía cada vez más difícil) y demostrarle que era posible. Que me viera feliz y alegre y no a medias queriendo hacer algo que no hacía nunca y de lo que culpaba en gran medida al poco tiempo que tenía en ese entonces, entre muchas otras cosas en que no pretendo ahondar (si no son profes, esto cuesta entenderlo bien en todo caso...)
Para acortar la historia les cuento que al final no me echaron. No se dio. No importa. Incluso les dije que iba a acusarlos de alterar la asistencia, cosa que era cierta y era comprobable además. Aunque nunca les pedí nada directamente y sólo lo nombre como causa de renuncia. Quería también demostrarle a la directora-dueña que no se podía hacer todo lo que quería en aquel lugar. Que no podía ser yo el único de 25 que habíamos formado un sindicato que quedara en el lugar (sí, los echó a todos en menos de tres años desde que se había formado), y que no podía humillar a los profesores como muchas veces hizo, o a mis alumnos.
Uno de ellos, recuerdo, en una asamblea en que ella los criticaba porque sus padres no habían asistido a una reunión donde había querido hablarles (casualmente a final de año, luego de no hacer nunca una y tras enterarse de que las matrículas escaseaban) este alumno, decía, le replicó que sus padres habían tenido que trabajar, y que por eso no habían ido. Es cierto, quizá no fue la mejor forma o momento, en todo caso. Pero era un niño. No tenía ni doce años. Y además los padres sí estaban trabajando, y en el propio colegio. Eran auxiliares, muy buenas personas ambos. Incluso iban a trabajar en la casa y en las propiedades de la dueña, cuando ya no había mucho que hacer en el colegio o en otras épocas y ella los ocupaba en otras cosas.
Tras decirle aquello, la directora comenzó a gritar al niño, en frente de todos. Sabía muy bien quien era y que estaba becado y que nada podían reclamarle. Incluso le pegó un palmazo en la cabeza (no muy fuerte no sean exagerados, según la defensa del inspector general del colegio) y lo echó inmediatamente del lugar.
A favor de la directora hay que reconocer que el alumno tenía hartas anotaciones, aunque menos que muchos compañeros que siguieron y siguen en aquel lugar.
Hubo en esos días (era al final de año) un amigo secreto, una despedida que le organizamos pues el chico estaba en el colegio desde kínder y era la última oportunidad para verlo todos juntos. Pero al final no pudo asistir ni recibir el regalo que le tocaba pues se tuvo que quedar fuera ya que la directora había dado órdenes que no entrara y nadie la desobedecía allá. Era una situación absurda y terrible, en cierto sentido, (en el sentido del niño) pero muchas cosas eran así y nada parecía raro en aquel lugar.
Los padres, a su vez, no quisieron reclamar. Pero la madre hizo algo todavía mejor: comprendió. Comprendió tanto que cuando el padre, nervioso, quiso golpear al hijo por lo que había hecho, asustado supongo además por la posible pérdida de trabajo y lo que eso conlleva, la madre, decía, le dijo que se detuviera. Que ellos habían trabajado en la casa de la directora y habían visto algo. Habían visto que en esa tremenda casa, con piscina con luces, sala de juego y autos de lujo (a nombre del colegio, apostaría además)… habían visto que en ese lugar no había algo que ellos sí tenían, y esto fue lo que le dijo a su esposo… “nosotros tenemos algo que ella no tiene, y es una familia hermosa... y obviamente no vamos a dejar que nos dañe aquello” Y creo que entonces comprendieron. Así me lo contó ella. Y estaba orgullosa. Y se veía feliz.
De mi historia con el colegio no hay mucho que contar: había decidido contratar un abogado pues mi los factores de mi renuncia eran apelables ya que notaban ilegalidades a las que no quería someterme ni ser cómplice (alterar la asistencia era sólo una de ellas). Con el tiempo el abogado que le pedí viera el caso, desapareció, con la poca plata que había ahorrado y le había pasado para que avanzara los trámites. Tampoco me preocupé en buscarlo. Si él quería mi plata, ahí estaba. Si la directora quiere la suya, ahí está, se la regalo. O si el abogado con los datos que le había entregado quiso arreglarlo por su cuenta, como me parece que ocurrió al final… también. No hay problema. Que sean felices y gasten dinero en lo que más quieran.
Yo decidí que no quería su plata. Que estaba sucia. Que el peor castigo para ella era seguir creyendo que la vida era aquello que estaba viviendo.
Claro que yo igual había buscado al abogado en su momento. Y no soy tan bueno o limpio como pudiera parecer en esta historia.
Me equivoqué en cosas en ese momento y obviamente hasta el día de hoy me sigo equivocando.
Por ejemplo, hace unos días perdí definitivamente a esa pareja a la que quería brindarle algo mejor y contar con ella para eso. (Me aguantó harto tiempo más en todo caso). Aún no comprendo lo ocurrido y todo es nudo de dolor que no me interesa desatar a la fuerza, ni cortar ni arrojar a ningún sitio.
Quiero que el escribir sea un bálsamo. Que haga que esa atadura se desligue, y aquello que estuvo aprisionado ahí brote de una vez por todas y pueda entregarlo bien a los demás. A mi hijo, a mis amigos, a aquellos que siempre creyeron en mí y tuvieron el amor suficiente para esperarme y creerme, a pesar de todo.
Por eso intento escribir hoy día, a pesar que me siento extraño, cambiando de tema a cada rato y quebrándome apenas aterrizo en la situación que estoy hoy día. Pero extrañamente siento que escribir tan mal me hace bien, y escribo por mí, pero para ellos, porque sé que se alegrarán al verme así y eso me alegrará a mí también. Y será, espero, una alegría dulce y fresca, como un charquito de agua, que se ve avanzar entre las piedras.
Y como de pronto me doy cuenta que me puse mamón de golpe y que el fantasma de De Amicis ronda por aquí, mejor me voy a lavar la cara. Porque hoy viene mi hijo y quiero estar fresco cuando llegue, y no perdérmelo.
Y todo aquello que duele, cuando él llega, debo repetirme que no tiene mayor importancia. Y parece que a ratos me creo porque hasta desaparece un poco.
Otro día les cuento de él. Y trataré de ser menos latero. Y dramático.
Y los admiro mientras si llegaron hasta el final de todo esto.
De hecho es tan fome que creo nadie podría ponerle un buen fin a este fragmento.
Sí. quizá nadie.
Pero yo sí.

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