Asomarse a la cornisa.
Te advierten no acercarte a la cornisa.
Pero claro, tú haces caso omiso.
Siempre has sido así.
Vives asomándote a la cornisa de las cosas.
Nadie espera que cambies.
Menos ahora.
Por eso te dejamos hacerlo de esa forma.
Lo aceptamos igual que toleramos a los que salen a pedir.
Dejamos que estén entre nosotros, me refiero.
Los observamos estirar sus manos.
Algunos dirían que también se asoman a la cornisa, pero no es así.
Nosotros sabemos que no es así.
Y es que los que salen a pedir no aceptan de todo.
Una vez lo hablamos, hace mucho.
Esa vez, por cierto, hablamos del desgaste.
No sé si lo recuerdas.
Te acusé:
Luces tu vida gastada, pero es un engaño, te dije.
La compraste así, como los jeans de antaño.
Tú escuchaste, estoy seguro, pero no te molestaste en responder.
Permaneciste igual, sin cambios:
Asomada a la cornisa.
Tu silencio fue perfecto.
Y es que un ataúd puede tener fisuras, pero tú no.
Tú caes, sin duda, pero caes de pie.
Una y otra vez caes de pie.
Y a tu caer le llamas pasos.
Sin voz, incluso, lo nombras.
Desde la cornisa, como siempre.
Escucha.
Escucha y espera.
Solo el azar es lo que suena.
Dios nunca se ha atrevido a pronunciar una sílaba.