Me mandaron al sicólogo porque dije que vi un
tigre.
Desde mi habitación, agazapado, había visto al
animal.
Me hicieron dibujarlo y me preguntaron a quién se
parecía.
No se parece
a nadie, les dije. Es un tigre.
Fui a varias sesiones y en todas intentaban que
dijera que lo había imaginado.
De hecho, la situación empeoró pues en un descuido confesé
que había vuelto a verlo.
Entonces, vi a mi madre llorar porque yo había
visto un tigre.
Nunca se ha cubierto el rostro, mi madre, para
llorar.
No me habló durante días, en la casa.
Y me prohibió volver a decir algo en el colegio,
referente a mi visión.
Fue así que, finalmente, debí mentir y decir que
todo había sido un invento.
No recuerdo si expliqué motivos, pero debí
demostrarles que sabía que no existía ese animal.
El sicólogo me hizo pedirle disculpas a mi madre y
yo debí hacerlo.
Ya en casa, incluso, tuve que decir que había
mentido, por goce personal.
Escuché esa misma noche a mi madre recriminar a mi
padre y decirle que todo era culpa suya.
Le gritaba que no se preocupaba, que su vida era el
trabajo y nada más.
Entonces salí al patio y el tigre me hirió en el
hombro, aunque su intención no fue, ciertamente, atacar.
Escondí la herida y hasta el día de hoy me aqueja.
Nunca, desde entonces, he vuelto a contar que veo
un tigre.
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