Pinté un cuadro blanco.
Pocos se dan cuenta que es un cuadro.
Lo colgué en un lugar donde antes había algo.
Nadie recuerda, tampoco, aquel algo.
Pasan de largo ante él, hablando de otras cosas.
Mientras lo hacen, yo finjo que escucho.
Pero en realidad observo el cuadro blanco.
Y es que estoy orgulloso de ese cuadro.
Me demoré años en dejarlo como está hoy.
Incluso cree yo mismo los pigmentos y construí el
marco.
Con tiza y vidrio cree pigmentos.
Con óxido de zinc cree pigmentos.
Con silicato de magnesio y nácar cree pigmentos.
Ahora el cuadro está donde debe estar.
Aunque no sé por qué no me atrevo a decir que está
terminado.
Si alguien lo observara atentamente, podría
descubrir matices.
Yo mismo, por ejemplo, aprecio capas distintas de
blanco.
Pequeñas fisuras, entre ellas, zonas de mezcla y
zonas puras.
Pequeños lugares brillantes, incluso, ahí donde
cayó un poco más de nácar.
Dije “cayó” porque a veces imagino que ha nevado
sobre ese cuadro.
Que un dios ensayó con distintos tipos de nieve,
una sobre otra, hasta que escogió la perfecta.
Aunque la perfecta, por supuesto, no se manifiesta
de forma pura en este cuadro.
Mi cuadro, en el ejemplo, sería como el lugar de
ensayo de ese dios.
La paleta donde se construyó, de cierta forma, el
blanco que ha elegido para sus propios cuadros.
¡Qué tontería…!
Me extiendo en el ejemplo, y tal vez debiese mostrarles,
simplemente, el cuadro blanco.
O al menos, ponerlo frente a ustedes mientras les
hablo de otras cosas, para ver si lo descubren.
Yo estaría menos solo, si lo hicieran, aunque igualmente
así estoy bien.
Bien, dentro de todo, diría alguien.