Lancé mis dados al interior de una sartén que había
quedado sobre el fuego, olvidada.
Ya ni sé por qué lo hice.
No hice apuestas.
No me detuve a ver cifras.
Solo el ruido de los dados, sobre el metal, me
avisó que ellos estaban en el sitio.
Rodando sobre esa sartén olvidada sobre el fuego.
Y yo, por cierto, ni siquiera recordaba aquel
fuego.
Y es que no buscaba calor, ni tibieza… ni menos aún
el probar al azar.
Solo ahí, frente al metal, esperando a que cesasen
de rodar aquellos dados, pensaba justamente en qué esperaba.
De los dados. Del metal. De los otros como yo,
incluso, aquí afuera.
No llegué a respuestas claras, es cierto.
No llegué a ellas, pero estuve tan sereno que al
menos comprendí, que no necesitaba respuesta alguna.
No necesitaba nada de los dados.
No necesitaba nada del metal.
No necesitaba nada de los otros como yo, que
quedaban por el mundo.
Tal vez, que no cesasen de rodar, simplemente,
hubiese sido un buen deseo.
Un segundo más, incluso, antes de inventarme un
plan e ir por otras cosas.
Y es que ir por otras cosas era también ir adelante
inventándose una vida por delante.
Y tras las nubes un sol.
Y tras el metal un fuego.
Nada de eso percibía.
Entonces, pensé que mi corazón se detendría junto con
los dados.
Y observé los dados comenzar a detenerse.
Y comencé de esta forma a llorar, como un recién
nacido, que nada sabe sobre el mundo.