I.
-La mayoría de las cosas no siguen mucho tiempo
como están –me dijo.
-¿Te refieres a que cambian? -consulté.
-No me gusta esa palabra.
-Y entonces, ¿cómo lo dices?
-Lo digo como antes: no siguen mucho tiempo como
están.
-Entiendo –mentí.
II.
-¿Y las piedras? –pregunté.
-¿Qué pasa con las piedras?
-¿Acaso no siguen mucho tiempo
como están?
-A primera vista sí -me dijo-, pero el caso de ellas es distinto.
-¿Por qué?
-Porque para ellas decir poco tiempo supone un
tiempo distinto que el nuestro.
-¿Más tiempo?
-Puede ser… más tiempo. Pero no creo que sea la forma correcta de decirlo.
III.
-¿Y con uno mismo? –pregunté.
-¿Cómo…?
-¿Qué ocurre con uno mismo? –insistí.
-No entiendo a qué vas.
-¿Se puede saber lo que está pasando con uno realmente?
-¿Respecto a los cambios?
-Antes no te gustaba esa palabra.
-Pues ya ves… la mayoría de las cosas no siguen mucho tiempo como
están.
IV.
-Supongamos que tienes un plato entre tus manos… –me
dijo.
-¿Un plato vacío? –pregunté.
-Sí… uno vacío.
-De acuerdo.
-Ahora piensa que se cae ese plato, y que se quiebra.
-Ya. Se quebró.
-Entonces, ¿podrías decirme ahora qué es lo que se
quebró?
-El plato.
-¿Cuál plato?
-El que suponía que tenía entre mis manos -le dije.
-¿Cuál plato? –insistió.
V.
-¿Y qué pasa si se puede arreglar? –le pregunté.
-¿Qué cosa?
-El plato –señalé-. ¿Qué ocurre si se parte en
pedazos grandes y todo indica que se puede arreglar?
-Eso no ocurre –me dijo cortante.
-Pero…
-No ocurre –reiteró-. No le des más vueltas.
-...
-Al final todo es simple -concluyó-. Debes aprender a vivir entre la mayoría de las cosas.
-...
-Al final todo es simple -concluyó-. Debes aprender a vivir entre la mayoría de las cosas.
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