Se encrespó las pestañas.
Durante al menos veinte años se encrespó las
pestañas.
Se trataba de una de esas acciones que se realizaba
sin pensar.
Sin cuestionar, me refiero, el sentido profundo de
aquel acto.
Eso pensaba, esta vez, mientras se encrespaba las
pestañas.
Y de cierta forma era triste ponerse a pensar en
todo aquello.
Es decir, no se trataba de una acción que debiese
ser pensada.
No sabía bien cómo explicarlo, pero el corazón se
aceleraba cuando se comenzaba a cuestionar estas acciones.
Como obedecer a los padres, de pequeña.
O de rezar, cuando estaba hincada a un costado de
la cama, junto a la madre.
Y es que era innegable la aparición de cierta
angustia si uno se cuestionaba estas cosas.
Por lo mismo, intentó encresparse las pestañas sin
pensar en el porqué.
Todo debía ser simple, en el fondo.
Simplemente hay que encresparlas, se dijo.
Simplemente había que obedecer a los padres (de
pequeña).
Y simplemente hay Dios, aunque no responda.
Lamentablemente, el no querer pensar en el
encrespado hizo que se detuviera aún más en aquella acción.
Frente al espejo, entonces, se detuvo.
Y pasó de mirar lo que rodeaba al ojo a mirar el
ojo.
Y vio dentro de él que la duda ya estaba instalada.
Desde siempre, me refiero.
Ya estaba instalada como un sello de agua.
Daba lo mismo ahora si terminaba de encresparse las pestañas.
O si el texto donde se narraba aquel momento
llegaba a la última palabra.
Algo en su ojo lo sabía, y por eso lloró.
Porque de cierta forma sabía algo que no debía saberse.
Ambos ojos, de hecho, lloraron.