I.
T. me dice que le teme a las arañas imaginarias.
No a las reales, que a esas las mata, sino a las
imaginarias.
Por eso, no solo examina los rincones o tras los
muebles, sino que busca también en otros sitios.
Nunca ha encontrado alguna, pero justamente eso es
lo que más lo asusta.
Una vez conversando me dijo que las arañas, esperan
siempre al final del camino.
Lo malo es que nunca se sabe, sin embargo, cuál
aquel final, ni cuál es el camino.
II.
Una vez le pedí a T. que dibujara una araña imaginaria.
Así si la
imagino, puedo avisarte, le dije.
T. tomó el lápiz, afiló la punta, y se lo clavó en
una mano.
Hubo que llevarlo al hospital aquella vez.
¿Así son las
arañas imaginarias?, le pregunté.
No, me
dijo.
Esto no es
nada.
III.
Pasó el tiempo y para que no internaran, los padres
de T. decidieron enviarlo al norte, con una de sus abuelas.
T. no volvió a clavarse lápices y, si bien temía a
las arañas imaginarias, podía hacerlo en silencio, sin necesidad de levantar
mayores sospechas.
Yo lo visité una vez y me dijo que en el fondo nada
había cambiado.
Fue entonces que le confesé, que yo creía en las
arañas imaginarias.
IV.
No hay mérito en creer en lo imaginario, me dijo.
Ni las arañas, ni Dios, ni la muerte, necesitan de
tu fe, ni de tu miedo.
T. murió hace unos días, por una fiebre que nadie
supo explicar.
No hay mérito en creer en lo imaginario, me dijo.
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