Durante el almuerzo, la niña dijo que encontró una
ardilla.
Nadie lo tomó muy en serio porque en el sector no
había ardillas y además porque no especificó que la había guardado en una caja.
La niña almorzó rápido ese día y se encerró en la
pieza a jugar con el animal.
La sacó entonces de la caja y la hizo caminar por
la habitación.
Pensó en ponerle nombre, pero luego se dijo que no
debía hacerlo.
Eso solo servía para encariñarse y esa ardilla no
parecía que iba a durar viva mucho tiempo.
La anterior, por ejemplo, apenas había durado unas
horas luego que le arrancó los brazos.
Además, luego de arrancárselos, prácticamente había
dejado de moverse y solo gritaba y se retorcía en el lugar.
La niña había creído incluso escuchar palabras
dentro de los gritos de la ardilla y las había escrito un papel.
Las había leído antes de dormirse y aquello le
pareció una oración, o hasta un poema.
Esta vez quería ahorrarse esas molestias así que,
si la mataba, lo haría dentro de la misma caja.
Así la sangre no mancharía la alfombra y siempre
estaba la tapa por si se cansaba de ver retorcerse al animal.
Tomó entonces la ardilla y le contó cuáles eran sus
planes.
Mientras le hablaba, le pareció que el rostro de la
ardilla era igual al de su madre, y hasta al de su abuela.
Incómoda, volvió a meter la ardilla a la caja y pensó
que tal vez era conveniente acelerar el desenlace.
No parece
tener ganas de jugar, se dijo la niña.
No son buenos
animales.
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