Un amigo pierde una apuesta y debe subirse al
metro, en horario punta, con un gorro mexicano.
Otro amigo, a unos metros de él, lo va filmando.
Lo que no sabe ese segundo amigo es que tiene
pegado en la espalda un papel que advierte que él graba a niños en el metro, y
que tengan cuidado.
Y claro, como va grabando, y en la multitud del
metro no puede distinguirse bien qué es lo que filma, mi amigo es acusado y
agredido por unos tipos que lo retienen para entregarlo a los guardias.
Asimismo, el del sombrero mexicano ya ha sido empujado
y una señora le arrebata a tirones el gorro, produciéndose gran revuelo.
Un tercer amigo que también perdió apuesta está
vendiendo preservativos en otro vagón y hasta ofrece que se los prueben, sin
compromiso, o que comprueben sus sabores.
A él también, por cierto, lo va grabando un cuarto
amigo, quien sin saberlo lleva en su mochila los materiales necesarios para
hacer un par de bombas molotov.
Yo soy quien debo denunciarlo, por cierto, de forma
anónima, aunque todavía desconozco el resultado.
Acostumbramos jugar una vez al mes, más o menos, y
aceptar lo ocurrido sin reclamos.
Siempre que el asunto empeora y terminamos con
carabineros debemos escuchar discursos sobre la responsabilidad ciudadana y el
respeto por los otros.
En tres ocasiones algunos hemos pasado la noche en
calabozo y nos han llevado ante jueces, recibiendo multas y otras restricciones.
Cuando se nos pide explicar en juicios, sobre
nuestra acción, intentamos hacerlo de todo corazón.
Es que el sol
se está apagando, señor juez, la vida no tiene sentido alguno.
Eso decimos.
Por último, el juez aumenta las multas o agrega
restricciones.
Y claro, nos portamos bien durante el resto del mes.
Hoy, sin embargo, todavía estoy a tiempo de que me
ocurra algo.
Yo calculo que en no más de sesenta años, todos
nosotros habremos muerto.